miércoles, 23 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 8

¿Por qué no se le había ocurrido mencionarlo antes? ¿Por qué no se lo había dicho al bombero nada más salir del coche, cuando Nico  todavía podía estar cerca, antes de que tuviera tiempo de alejarse? ¡Podría haber estado allí mismo!

—Señorita Chaves...

De repente, el miedo, la confusión, la furia, todo se le echó encima.

«¡Nico no puede contestarles!»

Hundió el rostro entre las manos.

«¡No puede responder!»

—Señorita Chaves...

Oyó que la llamaban.

«¿Por qué, Dios mío, por qué?»

Tras lo que se le antojó una eternidad, se enjugó las lágrimas, incapaz de mirarlos a la cara.

«Tendría que habérselo dicho mucho antes.»
—Nico no les contestará si lo llaman por su nombre —explicó—. Tendrán que dar con él físicamente. Verlo.

Los dos hombres se quedaron mirándola, perplejos y sin acabar de comprender.

—Pero ¿y si le decimos que lo estamos buscando porque su madre está preocupada?

Paula negó furiosamente con la cabeza. Le asaltaron las náuseas.

—No. No les contestará.

¿Cuántas veces había repetido esas palabras? ¿Cuántas veces habían sido sólo una mera explicación? ¿Cuántas veces habían carecido de importancia comparadas con lo que suponían en aquellos instantes?

Ni Pedro ni Huddle dijeron nada. Finalmente, haciendo acopio de fuerzas, Paula se lo aclaró:

—Nico apenas puede hablar. Sólo es capaz de articular unas palabras sueltas. Por algún motivo no puede... no puede entender lo que se le dice. Ésa es la razón de que hoy hayamos estado en Duke.

Se volvió y miró a los dos hombres para asegurarse de que la habían entendido.

—Tienen que encontrarlo. No les bastará con gritar su nombre. No entenderá lo que digan. No les contestará porque no puede. Tendrán que dar con él.

«¿Por qué, de entre todos los niños del mundo, le tiene que ocurrir esto a Nico?», pensó.

Incapaz de añadir una sola palabra más, Paula empezó a sollozar.

Entonces, tal como había hecho antes, Pedro se arrodilló y le apoyó la mano en el hombro.

—Lo encontraremos, señorita Chaves—afirmó con tranquila firmeza—. Lo encontraremos.

Cinco minutos más tarde, mientras Pedro y el resto estaban trazando un plan de búsqueda, llegaron cuatro voluntarios más. Era todo cuanto Edenton podía aportar. Los rayos habían causado tres incendios importantes, se habían producido cuatro accidentes de tráfico en los últimos veinte minutos —dos de ellos con heridos graves— y las líneas eléctricas caídas constituían todavía un peligro. El Parque de bomberos y la comisaría estaban desbordados por las llamadas de socorro, que se clasificaban por orden de estricta urgencia. A menos que hubiera vidas en peligro, la respuesta era que por el momento no había nada que se pudiera hacer.

Pero el caso de un niño extraviado era algo que adquiría prioridad sobre casi todo lo demás.

Lo primero fue alinear todos los vehículos, coches y camiones, tan cerca del borde del pantano como resultó posible. Permanecieron allí, separados unos de otros trece o catorce metros, con las luces encendidas y los motores al mínimo. Aquello no sólo iluminaría la zona, sino que proporcionaría a los rastreadores un punto de referencia en caso de que alguno se desorientara.

También se repartieron transmisores junto con baterías de repuesto.

En total, once hombres, incluido el camionero, que insistía en ayudar, iban a empezar la búsqueda desde el punto en que Pedro había descubierto la manta de Nico. Se abrirían en abanico en tres direcciones: hacia el sur, el este y el oeste. Las dos últimas seguían paralelas a la autopista; el sur era la última dirección que Nico parecía haber tomado. Se decidió que un voluntario permanecería junto a los vehículos, por si acaso Nico divisaba las luces y decidía regresar por sus propios medios; tenía instrucciones de disparar una bengala cada hora para que los hombres supieran exactamente dónde se encontraban.

Después de que el sargento Huddle les diera una somera descripción del muchacho y de la ropa que llevaba, le llegó el turno de hablar a Pedro. Él y otros habían cazado antes por aquella zona, así que hizo una breve descripción de lo que les aguardaba.

Los rastreadores supieron que allí, en el límite de las marismas, cerca de la autopista, se iban a enfrentar a un terreno fangoso pero no inundado, ya que las zonas húmedas se encontraban casi a un kilómetro pantano adentro; pero que el barro no estaba libre de peligros: podía atrapar el pie o la pierna de un hombre como un cepo, y mucho más la de un niño, e impedirle escapar.

Aquella noche, ya había un centímetro de agua al borde de la carretera, así que las cosas empeorarían a medida que arreciara la tormenta. Las bolsas de lodo podían ser trampas mortales si el nivel crecía. Todos los hombres se mostraron de acuerdo en que procederían con cautela.

La parte positiva era que nadie creía que Nico hubiera podido llegar muy lejos. Los árboles y los matorrales dificultaban la marcha y limitaban la distancia que podía haber recorrido. Quizá un kilómetro y medio, puede que dos, pero no más. Debía de estar cerca, así que cuanto antes se pusieran en marcha, mejor.

—Pero recuerden lo que nos ha dicho su madre —añadió Pedro—. No olviden que el chico no responderá a nuestras llamadas. Busquen cualquier rastro o señal física. No querrán pasar a su lado sin verlo, ¿verdad? La mujer ha insistido en que no esperemos ningún tipo de respuesta.

—¿No nos contestará? —preguntó uno de los hombres, visiblemente sorprendido.

—No. Eso es lo que nos ha dicho su madre.

—¿Por qué no puede hablar?

—No nos lo ha explicado con exactitud.

—¿Es retrasado? —inquirió otra voz.
La pregunta hizo que Pedro se crispara.

—¿Qué demonios tiene que ver? Es sólo un niño pequeño que no puede hablar y que se ha extraviado en las marismas. Eso es todo lo que sabemos por ahora.
Pedro  se quedó mirando al hombre hasta que éste se marchó. No se oía más que el repiqueteo de la lluvia. Finalmente, el sargento Huddle lanzó un profundo suspiro y dijo:

—Será mejor que nos pongamos en marcha.

Pedro  encendió su linterna.

—Sí. Vamos allá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario