domingo, 27 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 22

Luego, claro, estaba la cuestión de los hombres.

Facundo —el bueno y viejo Facundo— había sido el último con el que había salido, si es que a eso se le podía llamar salir. Un revolcón, seguramente sí, pero... lo que se dice salir... Y además, menudo revolcón: veinte minutos y de golpe, ¡plaf!: toda su vida había cambiado para siempre. ¿Qué habría sido de ella si nada hubiera ocurrido? Cierto, no tendría a Nicolás, pero... Pero ¿qué? Quizá se habría casado y estaría cargada de hijos, además de tener una casa con un gran jardín y una valla blanca de madera alrededor; quizá conduciría un Volvo o un mono volumen y pasaría sus vacaciones en Disney World. No sonaba tan mal y, desde luego, parecía un tipo de vida más fácil; pero eso no quería decir en absoluto que fuera mejor.

Nico, el dulce Nico... Sólo con pensar en él se ponía de buen humor.

Llegó a la conclusión de que no, de que esa otra vida no habría sido mejor: si había algo bueno en su mundo, eso era Nico. No dejaba de ser curioso que fuera capaz de exasperarla y a la vez hacer que ella lo quisiera precisamente por eso.

Soltó un suspiro, abandonó el porche y subió al dormitorio. Mientras se desvestía en el baño se contempló en el espejo. Los arañazos de la mejilla eran visibles todavía, pero casi no se notaban. El corte de la frente había necesitado unos cuantos puntos de sutura que le dejarían una cicatriz, pero como ésta estaba cerca de la línea del cabello, no se notaría demasiado.

Aparte de eso, no le disgustó lo que veía. Dado que el dinero era siempre un problema, en su despensa nunca habían abundado las galletas o las chocolatinas, y puesto que Nico rara vez comía carne, ella tampoco lo hacía. Lo cierto era que en aquellos momentos estaba más delgada que antes de que naciera su hijo. Incluso estaba más delgada que en su época de estudiante: había perdido siete kilos sin apenas darse cuenta. De haber tenido tiempo, habría escrito un libro titulado: Estrés y pobreza: el camino más corto hacia la esbeltez. Luego, habría vendido un millón de ejemplares, se habría hecho rica de la noche a la mañana y se habría retirado.

Soltó otra risita. «Sí, claro, ¿y qué más?»

Tal como le había dicho Ana en el hospital, se parecía a su madre: tenía el mismo cabello ondulado y oscuro, el mismo color de ojos, y era aproximadamente de la misma estatura. Al igual que ella, envejecía bien y apenas se apreciaban unas leves patas de gallo en torno a los ojos.

Aparte de eso, tenía la piel lisa y suave. En conjunto, no estaba mal. Es más, si tenía que ser sincera consigo misma, incluso podía resultar atractiva.

Al menos, algo iba bien.
Paula  pensó que lo mejor era dejarlo ahí, así que se puso el pijama, redujo el ventilador al mínimo y se deslizó entre las sábanas antes de apagar la luz. El murmullo del aparato era suave y rítmico. Se quedó dormida en cuestión de minutos.

Cuando los primeros rayos de sol penetraron oblicuamente por la ventana, Nico salió de su dormitorio y se metió en la cama de Paula, listo para comenzar un nuevo día.

—«Epieta, ama, epieta» —murmuró.

Paula  se hizo a un lado al tiempo que murmuraba una protesta, pero Nico se le subió encima y con sus pequeños dedos intentó abrirle los párpados. A pesar de que no lo consiguió, la situación le pareció divertida y se puso a reír tanto que su risa acabó siendo contagiosa.

—«Abe os ojos, ama» —siguió diciendo.

A pesar de lo temprano de la hora, Paula  no pudo evitar reírse también.

Para hacer de aquella mañana un momento aún mejor, Ana llamó después de las nueve para preguntar si les parecía bien que fuera a visitarlos.

Paula  aferró el teléfono unos instantes —Ana iba a ir a verlos al día siguiente por la tarde.

¡Bien!—. Luego colgó, maravillándose por su cambio de humor con respecto a la noche anterior, y se asombró ante lo que unas cuantas horas de descanso podían producir.

Seguro que era culpa del SPM.

Un poco más tarde, tras el desayuno, Paula desempolvó las bicicletas. La de Nico estaba lista para funcionar, pero la suya estaba cubierta de telarañas, y tuvo que limpiarla. Se dió cuenta de que los neumáticos de ambas estaban bajos, pero le pareció que podían aguantar un recorrido de ida y vuelta hasta el centro.

Una vez que hubo ayudado a su hijo a ajustarse el casco, empezaron a pedalear hacia Edenton bajo un cielo azul limpio de nubes. Nico iba en cabeza.

En diciembre se había pasado todo un día practicando, arriba y abajo, en el aparcamiento del bloque de apartamentos de Atlanta donde vivían. Ella lo había ayudado, sujetándolo por el asiento hasta que Nico agarró el truco. El chico tardó unas pocas horas y le costó unas cuantas caídas, pero demostró que poseía un instinto natural. Nico siempre había tenido una especial habilidad para todo lo que significara moverse, y aquél era un hecho que no dejaba de sorprender a los médicos cada vez que lo examinaban.

Paula  había acabado aceptándolo como una de las muchas contradicciones del carácter de su hijo.

Naturalmente, como cualquier otro niño de cuatro años, sólo era capaz de concentrarse en mantener el equilibrio, disfrutar y poco más. Para él, montar en bicicleta suponía toda una aventura y pedaleaba con total entrega, especialmente si su madre lo acompañaba. A pesar de que no había mucho tráfico, Paula se encontró dándole órdenes constantemente.

«Mantente cerca de mamá.»

«¡Para!»

«No te metas en la carretera.»

«¡Para!»

«Acércate, que viene un coche.»

«¡Para!»

«Cuidado con el agujero.»

«¡Para!»

«No vayas tan deprisa.»

«¡Para!»

«Para» era la única indicación que Nico entendía y, cada vez que su madre se lo ordenaba, apretaba los frenos, ponía los pies en el suelo y se daba la vuelta con una sonrisa grande y luminosa con la que parecía decir: «Mamá, esto es tan divertido... ¿Por qué te preocupas tanto?»

2 comentarios:

  1. Hermosa maratón, no veo la hora que se encuentren otra vez y en mejores circunstancias Pedro y Paula.

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  2. Hermosos capítulos!!! que necesitados de amor y compañía están Pedro y Paula!

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