domingo, 27 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 19

Era verano —no había clases—, y Pedro había pasado la mayor parte del tiempo intentando borrar de su mente lo sucedido. Su madre había guardado el luto durante dos meses, en señal de duelo. Luego, las prendas negras fueron a parar a un cajón, y ellos dos encontraron un nuevo lugar para vivir, más pequeño. Aunque un niño de nueve años apenas puede comprender lo que significa la muerte de un ser querido y cómo se sobrelleva, Pedro captó perfectamente el mensaje que su madre le hacía llegar: «Desde este momento, sólo estamos tú y yo. Debemos seguir adelante.»

A partir de aquel fatídico verano, Pedro pasó por la escuela sacando unas notas buenas pero en absoluto espectaculares, avanzando regularmente de curso en curso. Otros lo hubieran calificado de tenaz o adaptable y habrían acertado. Gracias a las atenciones y a la entereza de su madre, la adolescencia de Pedro transcurrió como la de la mayor parte de los muchachos de su edad en aquella parte del país. Fue de acampada y de excursión en canoa siempre que pudo, y, durante los años que pasó en el instituto, jugó al fútbol, al baloncesto y al béisbol. Sin embargo, en muchos sentidos fue un chico solitario. Matías había sido, y seguía siendo, su mejor amigo. Todos los veranos se iban, mano a mano, de caza y a pescar. A veces, incluso habían llegado a desaparecer durante toda una semana tras haber viajado hasta lugares tan alejados como Georgia. A pesar de que Matías se había casado, seguían manteniendo sus escapadas siempre que les era posible.

Cuando terminó de estudiar en el instituto, Pedro prefirió ponerse a trabajar en lugar de ir a la universidad, y se dedicó a la carpintería. Empezó aprendiendo el negocio al lado de un hombre desagradable, un alcohólico al que su mujer había abandonado y que se preocupaba más por el dinero que podía ganar que por la calidad de su trabajo. En una ocasión casi llegaron a las manos tras una violenta discusión. Pedro lo dejó y se dedicó a estudiar para obtener la licencia de contratista.

Durante aquel tiempo, se ganó el sustento en una mina de yeso, cerca de Little Washington, un trabajo que le provocaba violentos ataques de tos casi cada noche. No obstante, a los veinticuatro años ya había ahorrado lo necesario para instalar su propia empresa. No hubo proyecto que dejara a un lado por modesto que fuera y, a menudo, trabajaba a precio de coste con el fin de establecerse en el mercado y labrarse una reputación. Aunque a los veintiocho ya había estado a punto de quebrar un par de veces, perseveró y consiguió salir adelante.

Durante los últimos ocho años había mimado su pequeña empresa y, finalmente, estaba empezando a ganarse la vida razonablemente bien. No se rodeaba de lujos: su casa era modesta y su camioneta tenía más de seis años, pero disponía de lo suficiente para poder llevar la vida sencilla que deseaba.

Una vida que incluía trabajar como voluntario para el Cuerpo de bomberos.

Ana  había intentado disuadirlo, pero no lo consiguió. Fue la única vez que Pedro había ido en contra de los deseos de su madre.

Ella, naturalmente, también aspiraba a que él la convirtiera en abuela, así que, de vez en cuando, dejaba escapar algún comentario. Pedro no le daba importancia y cambiaba de conversación. Nunca había pensado seriamente en casarse y dudaba de que alguna vez llegara a hacerlo. Aunque en un par de ocasiones había tenido pareja estable, no se veía en el papel. La primera vez había sido a los veinte, y la chica se llamaba Valeria. Cuando se conocieron, ella acababa de poner fin a una relación desastrosa —su novio había dejado embarazada a otra— y en Pedro encontró el consuelo y el apoyo que necesitaba. Era dos años mayor que él e inteligente.

Durante un tiempo, las cosas marcharon bien, pero Valeria deseaba algo más serio. Pedro le advirtió que no sabía si estaba preparado ni si llegaría a estarlo alguna vez. El asunto se convirtió en una fuente de problemas para los que él no tenía una respuesta fácil. Poco a poco, acabaron distanciándose, hasta que finalmente ella lo dejó. Lo último que supo de Valeria era que se había casado con un abogado y que vivía en Charlotte.

Luego llegó Lorena, que, al contrario que Valeria, era más joven que Pedro. El banco para el que trabajaba la había trasladado a la agencia de Edenton y, como responsable del departamento de créditos, se pasaba largas horas en la oficina. Cuando él se presentó en busca de una hipoteca, ella todavía no había tenido tiempo de conocer a casi nadie. Pedro se ofreció a presentarle gente, y Lorena aceptó gustosa. Al cabo de nada, ya salían juntos. Poseía un encanto infantil e inocente que impresionó vivamente a Pedro y despertó su instinto de protección. No obstante, no tardó en hacerse evidente que ella también deseaba llegar más lejos de lo que él estaba dispuesto a ir. Al final, no tardaron en dejarlo. En aquellos momentos, Lorena era la esposa del hijo del alcalde, tenía tres hijos y conducía un mono volumen. Apenas habían intercambiado más que un saludo y algún comentario trivial desde su matrimonio.

Al cumplir los treinta, Pedro ya había salido prácticamente con todas las mujeres solteras de Edenton, y a los treinta y seis, ya no le quedaban demasiadas candidatas.

Melisa, la mujer de Matías, había intentado arreglarle algunas citas, pero todas acabaron por un estilo. Lo cierto era que nunca había estado verdaderamente interesado. Valeria y Lorena coincidían en que había algo dentro de él que les había resultado inalcanzable, algo acerca de la forma como se veía a sí mismo que ninguna de las dos había podido comprender.

Aunque a Pedro le constaba que habían obrado con la mejor intención, los intentos de las dos mujeres por franquear aquella distancia no habían cambiado las cosas.

Acabó y se levantó. Las rodillas le crujieron por haber estado tanto rato agachado. Antes de marcharse elevó una plegaria en memoria de su padre muerto. Luego se inclinó una vez más y acarició la lápida.

—Lo siento, papá —murmuró—. Lo siento tanto...

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