domingo, 27 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 21

Sentada en la cocina, Paula Chaves llegó a la conclusión de que la vida era como el estiércol.

Cuando el estiércol se emplea en jardinería, es un fertilizante barato y eficaz que nutre el terreno y ayuda a que las plantas resplandezcan; pero, fuera de un jardín, por ejemplo en el campo, cuando uno lo pisa, es sólo mierda.

Hacía apenas una semana, en el mismo instante en que había conseguido reunirse con Nico en el hospital, tuvo la impresión de que la vida estaba abonando su pequeño jardín particular. En aquellos momentos, nada había tenido importancia para ella aparte de su hijo; así que, cuando se cercioró de que Nico se hallaba a salvo y bien, le pareció que el mundo era un buen lugar para vivir; que su existencia, por decirlo de otro modo, había recibido una ración extra de fertilizante.

Sin embargo, una semana después, todo parecía diferente. La realidad se había impuesto tras el paréntesis del accidente y no era en absoluto una ayuda.

Se encontraba sentada ante la mesa de fórmica de la cocina, intentando hallar algún sentido al montón de papeles que tenía delante. El seguro se había hecho cargo de su estancia en el hospital, pero no de los gastos complementarios. Su coche, que a pesar de ser una antigualla aún era fiable, se había convertido en un montón de chatarra, y la póliza de la compañía sólo le cubría los daños a terceros.

Por suerte, su jefe —que Dios lo bendijera— le había dicho que se tomara su tiempo antes de reincorporarse al trabajo; pero ya habían transcurrido ocho días, y todavía no había ingresado un céntimo. Las facturas de la luz, el agua y el teléfono no tardarían más de una semana en llegar y, para colmo, acababa de recibir la cuenta del servicio de grúa que había retirado de la cuneta su vehículo destrozado.

Aquella semana, para Paula la vida era una pura mierda.

Claro que no habría resultado tan penoso de haber sido ella millonaria. Sólo se habría tratado de un simple contratiempo. Podía imaginarse a sí misma en una reunión de amigas ricas, explicándoles la molestia que suponía ocuparse de semejantes trivialidades.

El problema era que, con apenas unos cientos de dólares en el banco, la situación dejaba de ser una molestia y se convertía en un problema de solvencia. De hecho, en un problema de solvencia como la copa de un pino.

Podía hacer frente a las facturas ordinarias con el saldo del que disponía y, si era cuidadosa, todavía le quedaría lo suficiente para comida. Aquel mes se iban a atiborrar de cereales, eso estaba claro, y aún gracias que Rafael les permitía cenar gratis en el restaurante.

La tarjeta de crédito le serviría para pagar los extras de la clínica, unos quinientos dólares.

También había tenido la suerte de poder contar con que Zaira, otra de las camareras de Eights, la llevara con su coche al trabajo y la acompañara a casa al terminar. Eso dejaba pendiente el importe de la grúa. Afortunadamente, los del servicio de remolque se habían mostrado de acuerdo en aceptar los restos del Datsun como pago: setenta y cinco dólares de chatarra y asunto saldado.

El resultado de todo aquello era que recibiría un cargo cada mes por la tarjeta y que tendría que hacer sus compras en bicicleta. O algo peor: que iba a verse obligada a depender de terceros para poder acudir al trabajo. Para toda una universitaria con el título en el bolsillo, no había mucho de lo que alardear.

De haber tenido una botella de vino, no le hubiera importado descorcharla en aquel momento porque habría sido una vía de escape francamente bienvenida. Pero no podía permitirse ni eso.

Setenta y cinco pavos por su coche.

Aunque sabía que la cifra era justa, de algún modo no se lo pareció. Ni siquiera iba a ver el dinero.

Después de firmar los cheques de las facturas los metió en sobres y gastó los últimos sellos. Iba a tener que acercarse a la oficina de correo para comprar más. Lo apuntó en el bloc de nota del teléfono y entonces cayó en la cuenta de que el término «acercarse» acababa de cobrar un nuevo significado. Si no hubiera sido tan patético, se habría puesto a reír por lo ridículo que resultaba.

¡En bicicleta! ¡Que Dios se apiadara de ella!

Intentando hacer un esfuerzo para ver el lado positivo, se dijo que al menos el pedalear la pondría en forma y que, en unos pocos meses, incluso podría estar agradecida. Se imaginó a la gente diciendo a su paso:

—¡Miren qué piernas, si parecen de acero! ¿Cómo lo has conseguido?

—Montando en bici —contestaría ella.

No pudo evitar soltar una risita. ¡Con veintinueve años y explicándole a la gente que montaba en bicicleta! ¡Por favor! Dejó de reír —sabía que no era más que la reacción nerviosa ante el estrés— y salió de la cocina para ver cómo estaba Nico.

El niño dormía como un tronco. Después de darle un beso y arroparlo, salió fuera y se sentó en el porche de atrás mientras se preguntaba si realmente el trasladarse a Edenton había sido una decisión acertada. A pesar de que sabía que quedarse en Atlanta estaba fuera de sus posibilidades, se encontró deseándolo: habría resultado agradable tener de vez en cuando alguien con quien hablar, alguien conocido.

Se le ocurrió que podría llamar por teléfono, pero recordó que, al menos durante aquel mes, semejante despilfarro quedaba descartado. Por otra parte, tampoco estaba dispuesta a llamar a cobro revertido; no se habría sentido cómoda haciéndolo, aunque probablemente a sus amigos no les habría importado. No obstante, seguía deseando charlar con alguien. Sí, pero ¿con quién?

Aparte de Zaira—su compañera en el restaurante, soltera y con veinte años— y Ana Alfonso, Paula no conocía a nadie más. Si una cosa era haber perdido a su madre hacía unos años, haberse alejado de todos sus conocidos era otra muy distinta. Tampoco la ayudaba el saber que era culpa suya: había sido ella la que había decidido mudarse, la que había decidido dejar el trabajo y dedicarse de lleno a cuidar a su hijo. Aquella forma de vida estaba llena de una atrayente simplicidad y no planteaba grandes necesidades; pero, a pesar de todo, a veces no podía evitar pensar que quizá otras partes de su existencia se le estaban escapando sin que apenas se percatara de ello.

No obstante, su soledad no podía explicarse sólo porque se hubiera mudado. Mirando hacia atrás, tenía que admitir que para ella las cosas ya habían empezado a cambiar durante su última época en Atlanta: la mayor parte de sus amigas se habían casado y habían tenido hijos; otras seguían solteras. Pero Paula ya no tenía nada en común con ninguna de ellas. Las casadas preferían salir con otras parejas, y las que no lo estaban seguían viviendo como cuando eran universitarias. Paula no encajaba en ninguno de los dos ambientes. En cuanto a las que tenían hijos... Bueno, ya había sido bastante duro tener que soportar los constantes comentarios acerca de lo fantásticos que eran los otros niños. Le había resultado difícil hablar de Nico; pero lo peor había sido que las otras madres, a pesar de que solían mostrarse comprensivas, nunca habían entendido la realidad de su situación.

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