miércoles, 23 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 9

Paula  podía verse a sí misma en el pantano, junto a los demás, apartándose las ramas de la cara, hundiendo los pies en el barro mientras buscaba frenéticamente a Nico. Sin embargo, nada de eso era cierto. La verdad era que se encontraba tumbada en una camilla en la parte trasera de una ambulancia, camino del hospital de Elisabeth City —una pequeña ciudad unos cuarenta kilómetros hacia el nordeste—, el más próximo de los que disponían de servicio de urgencias.

Se quedó contemplando el techo del vehículo, todavía temblando y aturdida. Había querido quedarse, había suplicado que la dejaran quedarse; pero le dijeron que sería mejor para Nico si ella partía con la ambulancia. Su presencia en las marismas, le explicaron, sólo serviría para complicar todavía más las cosas. A pesar de todo, ella había contestado que no le importaba, se había apeado de la ambulancia y salido al exterior. Sabía que Nico la necesitaba. En un estado de aparente lucidez, pidió que le facilitaran un impermeable y una linterna; pero, tras unos cuantos pasos, el mundo empezó a darle vueltas, las piernas le fallaron y cayó al suelo. Dos minutos más tarde, la sirena de la ambulancia se había puesto en marcha, y Paula había partido en dirección al hospital.

Aparte de los temblores, no se había movido desde que la habían tumbado en la camilla. Tenía las extremidades extrañamente inmóviles; su respiración era rápida y leve, como la de un animalito y estaba muy pálida, enfermizamente pálida. La última caída le había reabierto el corte de la frente.

—Tenga fe, señorita Chaves —la tranquilizó el enfermero, que acababa de tomarle la tensión y estaba seguro de que se hallaba en estado de shock—. Me refiero a que conozco a esos hombres. Otras veces se han perdido chicos por esos parajes, y siempre los han encontrado.

Paula no respondió.

—Y usted también se pondrá bien. En unos pocos días volverá a hacer vida normal.

Durante unos instantes se hizo el silencio. Paula seguía con los ojos fijos en el techo. El enfermero le tomó el pulso.

—¿Hay alguien a quien quiera que avise cuando lleguemos al hospital? —preguntó.

—No —susurró ella—. No hay nadie.

Pedro y los demás llegaron al lugar donde aquél había encontrado la manta, y se desplegaron.


Él y dos hombres más se dirigieron hacia el sur, adentrándose en el pantanal, mientras que el resto de los rastreadores exploraba a lo largo de la carretera. La tormenta no había amainado, así que la visibilidad, a pesar de las linternas, era de apenas unos metros. En cuestión de minutos, Pedro se encontró con que no podía ver ni oír a sus compañeros, y una sensación de desasosiego se apoderó de él. En esos momentos tenía ante sí la realidad de la situación, que había permanecido oculta bajo la urgencia y los nervios de los preparativos, cuando todo había parecido posible.

Había participado anteriormente en otras operaciones de rescate y, de repente, se dió cuenta de que para aquélla faltaban hombres. Una zona pantanosa, de noche, con aquella tormenta... Un niño que no podía responder a las llamadas... Para algo así no bastaría con cincuenta hombres, haría falta al menos un centenar. El procedimiento más eficaz para rastrear a alguien extraviado en un bosque es mantener contacto visual a derecha e izquierda con los otros buscadores y avanzar todos a la vez, sincronizadamente, como si se tratase de un desfile. De ese modo se podía peinar amplias extensiones con precisión y estar seguros de que no se pasaba nada por alto. Con diez hombres solamente, algo así era imposible. Al poco rato de haber empezado las tareas de rastreo, cada uno trabajaba solo, completamente separado del resto. Tuvieron que conformarse con deambular por donde les pareció más conveniente, alumbrando con sus linternas aquí y allá, pero en realidad hacia ninguna parte en concreto. Era como si buscaran una aguja en un pajar.

Inesperadamente, el rescate de Nico se había convertido en una cuestión que dependía más de la suerte que de la pericia.

Recordándose que no debía perder la esperanza, Pedro siguió adelante entre los árboles por el blando terreno. A pesar de que no tenía hijos, era padrino de uno de los de su mejor amigo, Matías Paz, y rastreaba como si los estuviera buscando a ellos. Matías era también bombero voluntario, y Pedro deseó tenerlo a su lado en aquellos momentos. Había sido su habitual compañero de caza durante los últimos veinte años, conocía las marismas tan bien como él y su experiencia le habría servido de mucho. Sin embargo, Matías estaba fuera de la ciudad por unos días. Pedro albergaba la esperanza de que no fuera un mal presagio.

A medida que aumentaba la distancia que lo separaba de la carretera, el pantanal se iba haciendo más impenetrable, más misterioso. Los árboles crecían más próximos unos a otros, y el suelo era una maraña de raíces medio podridas. La maleza se le enredaba entre las piernas, y tenía que usar las manos para apartar constantemente las ramas bajas y seguir avanzando. Entre tanto, no dejaba de iluminar con su linterna cada rincón, tras cada arbusto y cada tronco. No dejó de moverse y de buscar cualquier señal de Nico. Pasaron los minutos.

Primero, diez.

Luego, veinte.

Después, treinta...

Caminaba con el agua por encima de los tobillos y con creciente dificultad. Miró la hora: las diez cincuenta y seis. Nico ya llevaba desaparecido una hora y media, quizá más. El reloj, que había empezado contando a su favor, se estaba tornando adverso. «¿Cuánto rato puede pasar hasta que lo inmovilice la hipotermia o...?», pensó, pero enseguida rechazó semejante idea. No quería darle vueltas a eso o a algo peor.

Los rayos y los truenos se sucedían sin interrupción y desde todas direcciones. Las gotas de lluvia caían con violencia, y tenía que enjugárselas constantemente de la cara para poder ver. A pesar de las advertencias de la madre del chico acerca de que éste no respondería, Pedro empezó a llamarlo por su nombre. Por alguna razón, le hacía sentir que estaba haciendo más de lo que hacía en realidad.

«¡Maldición!»

¿Cuánto tiempo hacía que no habían tenido una tormenta como aquélla? ¿Seis años? ¿Siete?

¿Por qué tenía que suceder precisamente aquella noche, justo cuando se acababa de perder un crío? Con semejante tiempo ni siquiera podían usar los perros de Joaquín Hicks, y eso que eran los mejores del condado. La tormenta hacía que resultara imposible seguir una pista. Estaba claro que deambular sin rumbo en la oscuridad no iba a ser suficiente.

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