lunes, 28 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 23

Cuando llegaron a la estafeta de correos, Paula tenía los nervios destrozados.

Ya se había dado cuenta de que a lomos de una bicicleta no iba a conseguir nada, y decidió que pediría a Rafael que le diera dos turnos más a la semana. Sólo así, quizá en unos cuantos meses y tras haber pagado las facturas del hospital, conseguiría ahorrar lo suficiente para comprarse un coche.

«¿Unos cuantos meses? Para entonces ya habré perdido la cabeza.»

Se puso a la cola —siempre había cola en correos— y se secó el sudor de la frente mientras rogaba para que el desodorante no la abandonara. Aquélla era otra de las cosas que había descubierto aquella mañana: montar en bici no era solamente una incomodidad, sino que además suponía un esfuerzo físico, especialmente para alguien que no estaba acostumbrado. Tenía las piernas cansadas, sabía que al día siguiente le dolerían las posaderas y notaba cómo el sudor le goteaba entre los pechos y a lo largo de la espalda. Intentó mantenerse ligeramente apartada de los que la precedían, para no molestar; afortunadamente, nadie reparó en su estado.

Unos minutos más tarde, llegó frente al mostrador y le entregaron los sellos. Tras firmar un cheque, lo guardó todo en el bolso y salió fuera. Nico y ella montaron en sus bicicletas y se fueron a comprar.

El centro de Edenton era pequeño; pero, desde un punto de vista de interés histórico, la ciudad era una preciosidad. Las casas databan de principios de 1800 y, en su mayoría, habían sido restauradas a lo largo de los últimos treinta años y habían recobrado su antiguo esplendor. Hileras de robles gigantes se alineaban a ambos lados de la calle principal y proyectaban largas sombras sobre el asfalto, al tiempo que proporcionaban a los paseantes un agradable cobijo de los rayos del sol.

A pesar de que había un supermercado, éste se hallaba en el otro extremo, así que Paula decidió ir a Merchants, un establecimiento de 1940 que representaba uno de los atractivos de la ciudad.

La tienda era antigua en el más amplio sentido imaginable y ofrecía una gama infinita de productos. Vendía de todo: desde cebos vivos hasta repuestos de automóvil; alquilaba películas de vídeo y tenía una pequeña zona aparte donde preparaban comida para llevar. Para dar el último toque, en la entrada había unas mecedoras y un banco donde los clientes habituales acudían a tomar un café por la mañana.

El lugar propiamente dicho era pequeño —tendría poco más de cien metros cuadrados—, y a Paula siempre la había maravillado que tantísimos productos diferentes pudieran caber perfectamente en las estanterías.

Llenó un cesto con las cosas que necesitaba —leche, cereales, queso, huevos, pan, plátanos, Cheerios, macarrones, galletas saladas Ritz y caramelos (el premio para Nico cuando trabajaba con él)—, y a continuación se dirigió a la caja.

El importe total resultó ser inferior a lo que había esperado, lo cual era buena cosa; pero se le presentó una dificultad: a diferencia del supermercado, en Merchants no metían las compras de los clientes en bolsas de plástico; en vez de eso, el propietario en persona —un hombre de pelo blanco impecablemente peinado y grandes cejas— las ponía en grandes bolsas de papel marrón.

Aquello era un contratiempo con el que no había contado.

Paula  las habría preferido con asas para así poder colgarlas de los manillares. ¿Cómo iba a apañárselas si no para llegar a casa? Dos brazos, dos bolsas, dos manillares... No le salían las cuentas, especialmente si además debía vigilar a Nico.

Miró a su hijo mientras sopesaba el problema y se percató de que éste miraba hacia la calle, a través del cristal de la entrada, con una curiosa expresión dibujada en el rostro.

—¿Qué ocurre, cariño?

Nico respondió, pero ella no pudo entenderlo. Le había parecido escuchar «Homero»; así que dejó las compras en el mostrador y se agachó para verlo mejor mientras él se lo repetía. En ocasiones, observar el movimiento de los labios la ayudaba a comprenderlo.

—¿Qué has dicho, hijo? ¿«Homero»?

Nico asintió y lo repitió: «Homero», mientras señalaba hacia la puerta. Paula miró en aquella dirección, y el chico se encaminó hacia allí. Ella lo comprendió de inmediato.

No era «Homero», pero se le parecía. Era «bombero»: Pedro Alfonso se encontraba de pie, fuera de la tienda, y sujetaba la puerta entreabierta mientras conversaba con otra persona.

Paula no la podía ver, pero observó que Pedro reía, hacía un gesto de despedida y abría la puerta un poco más. Entre tanto, Nico se le había acercado. Casi sin mirar, Pedro entró y estuvo a punto de tirarlo al suelo cuando tropezó con él.

—¡Caramba, lo siento! No te había visto —se disculpó de modo automático—. Perdón.

Dió un paso atrás y parpadeó, confuso. Entonces, una gran sonrisa le iluminó el rostro y se puso en cuclillas para mirar a Nico, cara a cara.

—¡Eh, hola, campeón! ¿Cómo estás?

—«¡Oha, Pepe!» —dijo Nico alegremente.

Acto seguido, sin añadir una palabra más, le rodeó el cuello con los brazos y lo abrazó con fuerza, tal como había hecho la noche de su rescate, en el puesto de ojeo.

Pedro vaciló un instante, pero enseguida le devolvió el gesto, visiblemente contento y sorprendido a la vez.

Paula  contempló la escena con callada sorpresa, cubriéndose la boca con la palma de la mano.

Al cabo de un largo momento, Nico aflojó el abrazo y Pedro hizo lo propio. El niño tenía los ojos chispeantes, como si acabara de encontrarse con un viejo amigo.

—«¡Homero! Él econtó» —exclamó emocionado.

Pedro  ladeó la cabeza.

—¿Cómo dices?

Paula  se decidió a intervenir y se acercó, incrédula todavía ante lo que había presenciado.

Incluso después de haber pasado un año con su especialista del habla, Nico sólo había sido capaz de darle un abrazo si Paula se lo rogaba encarecidamente. Al contrario de lo que acababa de ver, nunca lo había hecho espontáneamente, y no estaba muy segura de cuáles eran sus sentimientos acerca de aquella nueva y extraordinaria amistad de su hijo.

Contemplar a Nico abrazando a un desconocido, por muy bueno que éste fuera, la llenó de sensaciones contradictorias: estaba bien, pero podía ser peligroso; era tierno, pero no quería que se convirtiera en un hábito. Al mismo tiempo, había algo en el modo en que Pedro había reaccionado, en su naturalidad, que le parecía cualquier cosa menos amenazador. Todos aquellos pensamientos pasaron por su mente mientras se aproximaba y respondía por su hijo.

—Está intentando decirle que usted lo encontró —explicó.

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