miércoles, 23 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 6

Nada de aquello tenía sentido para Paula. Sólo un instante antes, Nicolás estaba tranquilamente sentado en el coche, y al momento siguiente había desaparecido. Sin más. Todo había sucedido sin previo aviso. Unas décimas de segundo para dar un golpe de volante y nada volvía a ser igual que antes. ¿A eso se reducía la vida?

Aquéllos eran los pensamientos que cruzaban por su cabeza mientras aguardaba, sentada en la ambulancia, y las luces de emergencia de los coches de la policía trazaban círculos de luz azul que iluminaban la carretera. Había una docena más de vehículos aparcados de cualquier manera, y un grupo de hombres vestidos con impermeables amarillos discutía lo que debían hacer a continuación. Aunque saltaba a la vista que habían trabajado juntos anteriormente, no pudo deducir quién era el que los dirigía. Tampoco entendía lo que decían, porque sus palabras le llegaban amortiguadas por el estruendo de la tormenta. La lluvia caía como una pesada cortina, produciendo un sonido similar al de un tren de mercancías.

Tenía frío y se sentía aturdida. Le resultaba imposible concentrar la atención más de unos pocos segundos. Su sentido del equilibrio estaba afectado —se había caído tres veces mientras buscaba a Nico— y tenía la ropa empapada y pegada a la piel. Tan pronto como llegó la ambulancia, la obligaron a abandonar la búsqueda y a sentarse; luego, le pusieron una manta sobre los hombros y le ofrecieron una taza de café. No se sintió con ánimos para bebérsela. De hecho, no se sentía con ánimos para nada. Estaba tiritando y veía borroso. Tenía heladas las extremidades, apenas las notaba, como si pertenecieran a otra persona.

El hombre que la atendió en la ambulancia, que no era médico, había temido que Paula pudiera sufrir una conmoción cerebral y había insistido en llevarla al hospital más cercano sin más demora. Ella se había negado rotundamente. No tenía intención de marcharse hasta que hubieran encontrado a Nico. El enfermero le dijo que esperaría otros diez minutos, pero que después no tendría más remedio que llevársela. El corte de la cabeza era profundo y seguía sangrando a pesar del vendaje. Advirtió a Paula que podía desmayarse en cualquier momento si esperaban más tiempo. Ella insistió. Estaba decidida a quedarse.

Enseguida llegó más gente. Una ambulancia, un policía estatal que se había enterado del accidente por la radio, tres voluntarios del Cuerpo de bomberos y un camionero que se había detenido al ver las luces. Todos habían aparecido en unos pocos minutos y en aquel momento estaban formando un círculo en medio de los vehículos con los faros encendidos. El hombre que la había encontrado —¿Pedro?— le daba la espalda. Paula tenía la impresión de que estaba poniendo a los demás al corriente de lo que sabía, que tampoco era mucho aparte del lugar donde había hallado la manta. Un minuto más tarde, él se dio la vuelta y la miró con expresión sombría.

El policía, un hombre fornido con una calva incipiente, hizo un gesto con la cabeza en su dirección.

Tras indicar a los demás que permanecieran donde estaban, ambos hombres se encaminaron hacia la ambulancia. Los uniformes, que a Paula siempre le habían inspirado confianza, esa vez ni siquiera la aliviaron ligeramente. Sólo eran hombres, nada más que hombres. Reprimió las ganas de vomitar.

Tenía en el regazo la manta de Nico y no dejaba de manosearla nerviosamente, de hacer una pelota con ella que a continuación deshacía. A pesar de que dentro de la ambulancia estaba a resguardo de la lluvia, el viento soplaba con furia y ella tiritaba sin parar. No había dejado de hacerlo desde que la habían cubierto con la manta. Hacía tanto frío... Y Nico... Nico estaba en algún lugar, allí fuera, sin una chaqueta siquiera... «¡Oh, Nico!»Se apretó la manta de su hijo contra la mejilla y cerró los ojos.

«¿Dónde estás, cariño? ¿Por qué saliste del coche? ¿Por qué no te quedaste con mamá?»

Pedro y el agente entraron en la ambulancia e intercambiaron una mirada antes de que el primero se decidiera a apoyar una mano en el hombro de Paula.

—Ya sé que esto es muy duro para usted, pero debemos hacerle algunas preguntas antes de empezar la búsqueda. No será largo.

Ella se mordió el labio mientras hacía un gesto afirmativo. A continuación respiró profundamente y abrió los ojos.

De cerca, el patrullero resultó ser más joven de lo que le había parecido. Tenía una expresión amable. Se acuclilló ante Paula.

—Soy el sargento Carlos Huddle, de la patrulla estatal —anunció con el típico y melodioso acento sureño—. Ya sé lo preocupada que está. Créame, nosotros también. Casi todos los que hemos venido a ayudar somos padres y tenemos hijos pequeños. Todos deseamos tanto como usted encontrar a su hijo, pero primero necesitamos alguna información para saber exactamente a quién estamos rastreando.
Paula apenas captó las palabras.

—¿Podrán encontrarlo ustedes en medio de esta tormenta? —preguntó—. Me refiero si podrán hacerlo antes de que...

Miró a los dos hombres alternativamente. Le costaba ver con claridad. El sargento no respondió enseguida, pero Pedro Alfonso hizo un gesto afirmativo con evidente determinación.

—Daremos con él. Se lo prometo.

Huddle le dirigió una mirada dubitativa, aunque al final también asintió. Visiblemente incómodo, cambió el peso del cuerpo a la otra pierna.

Paula  suspiró y se irguió en su asiento en un intento de mantener la compostura. El enfermero le había limpiado las heridas de la cara, y estaba muy pálida. En el vendaje de la frente destacaba una mancha roja, sobre el ojo derecho, y tenía las mejillas amoratadas.

Cuando se sintió con fuerzas, empezó con los datos elementales de cualquier informe: nombre, dirección, número de teléfono y trabajo; también su anterior residencia, la fecha de su traslado a Edenton, por qué iba conduciendo, cómo se había detenido a repostar y había conseguido evitar que la tempestad la alcanzase; la cierva en la carretera, cómo había perdido el control del vehículo, y el accidente en sí mismo. El sargento lo anotó cuidadosamente en su libreta. Cuando hubo terminado, la miró con cierta expectación.

—¿Es usted pariente de J. B. Schulz?

Juan Bautista Schulz había sido su abuelo materno, así que asintió. Huddle se aclaró la garganta. Como todos los de Edenton, había conocido a los Schulz. Le echó un vistazo a sus notas.

—Pedro  me ha dicho que Nicolás tiene cuatro años.

Paula asintió.

—Sí. Cumplirá cinco en octubre.

—¿Podría describírmelo en pocas palabras para que pueda radiar su retrato?

—¿Radiarlo?

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