miércoles, 23 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 7

El sargento contestó pacientemente:

—Sí. Lo difundiremos por el canal de emergencia de la policía. Así su descripción llegará a las demás comisarías, por si alguien encuentra al chico, lo recoge y llama a las autoridades. También podría suceder que estuviera vagando por ahí, que alguien lo viera y avisara a la policía. Es para casos así.

Lo que no le dijo era que también se informaba a los hospitales de la zona. Todavía no había necesidad.
Paula se dió la vuelta, intentando poner en orden sus pensamientos.

—Hum...

Tardó unos segundos en hablar. ¿Quién puede describir a un hijo con simples números?

—No sé... Un metro de altura. Veinte kilos, más o menos. Cabello castaño, ojos verdes... Lo normal para un chico de su edad. Ni grande ni pequeño.

—¿Algún rasgo distintivo? ¿Marcas de nacimiento o algo parecido?

Se repitió la pregunta, pero todo le parecía irreal, inexplicable y absurdo. ¿Para qué lo necesitaban? ¿Cuántos niños de cuatro años podían haberse perdido en una noche así, en aquella zona pantanosa?

«Deberían estar buscando en lugar de hacerme tantas preguntas», se dijo.

¿Cuál había sido la pregunta? ¡Ah, sí!, los rasgos distintivos. Se concentró tanto como fue capaz, con la esperanza de acabar de una vez por todas.

—Tiene dos lunares en la mejilla izquierda —dijo al final—. Ninguna otra marca.

Huddle anotó la información sin levantar la vista de la libreta.

—¿Pudo haberse desabrochado el cinturón de seguridad y abrir la puerta del coche él solo?

—Sí. Hace meses que lo hace.

El patrullero asintió. Su hija Camila, de cinco años, hacía lo mismo.

—¿Recuerda la ropa que vestía?

Paula volvió a cerrar los ojos para pensar.

—Una camiseta roja con un dibujo en el pecho de Mickey Mouse guiñando un ojo y levantando el pulgar, y unos vaqueros con elástico en la cintura. Sin cinturón.

Los dos hombres intercambiaron una mirada: eran colores oscuros.

—¿Manga larga?

—No.

—¿Iba calzado?

—Supongo. Yo no se lo había quitado, así que supongo que todavía lo llevará. Zapatillas blancas. No me acuerdo de la marca. Creo que eran de Wal-Mart.

—¿Ninguna chaqueta?

—No. Hoy hacía calor, al menos cuando salimos de casa.

Mientras proseguía el interrogatorio, tres rayos surcaron el cielo y la lluvia pareció arreciar aún más.

El sargento alzó la voz para hacerse oír por encima del estruendo.

—¿Tiene usted todavía familia por aquí? ¿Padres, hermanos?

—No. No tengo hermanos, y mis padres fallecieron.

—¿Qué hay de su marido?
Paula hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No estoy casada.

—¿Nicolás se ha extraviado alguna otra vez?

Se frotó las sienes para mitigar la sensación de mareo.

—Sí, unas cuantas veces. En una ocasión, en un centro comercial, y otra cerca de casa. Le dan miedo los relámpagos. Supongo que por eso se ha bajado del coche. Siempre que estalla una tormenta se mete en la cama conmigo.

—¿Qué hay del pantano? ¿Cree que le daría miedo adentrarse en él en la oscuridad? ¿Piensa que se quedaría cerca del vehículo?

Paula sintió que se le hacía un nudo en el estómago, y el miedo la ayudó a despejarse.

—A Nico no le da miedo estar fuera, ni siquiera de noche. Le encanta caminar por el bosque que hay cerca de nuestra casa. No creo que sepa lo bastante para tener miedo.

—¿Así que puede...?

—No lo sé. Es posible —respondió con súbita desesperación.

Huddle hizo una pausa para no agobiarla demasiado. Luego prosiguió.

—¿Sabe qué hora era, más o menos, cuando se encontró con la cierva en mitad de la carretera?

Paula se encogió de hombros. Se sentía desvalida e impotente.

—Tampoco lo sé. Quizá fueran las nueve y cuarto. No lo comprobé.
Los dos hombres miraron instintivamente sus relojes. Pedro  la había hallado sobre las nueve y media de la noche, y apenas había tardado cinco minutos en pedir auxilio. En aquel momento eran las diez y veinte, así que ya había transcurrido más de una hora desde el accidente. Tanto el sargento como Pedro sabían que debían empezar la búsqueda lo antes posible y de manera coordinada. A pesar de la temperatura relativamente benigna, unas cuantas horas pasadas bajo la lluvia podían producir fácilmente una hipotermia.

Lo que no comentaron a Paula fue el peligro que entrañaba el pantano en sí. No era un lugar para nadie en una noche como ésa y mucho menos para un niño. Allí, una persona podía desaparecer para siempre.

Huddle cerró su libreta. Cada instante era precioso.

—Seguiremos con las preguntas más adelante, señorita Chaves, si le parece bien. Serán necesarias para el informe. No obstante, ahora lo primero es que empecemos el rastreo.
Paula asintió.

—¿Hay algo más que debamos saber? —añadió el policía—. ¿Un apodo? ¿Algo a lo que pueda responder?

—No. Sólo «Nico», pero...

Sólo entonces se dio plenamente cuenta de lo obvio, de lo terrible, de lo peor, de algo que el patrullero nunca habría pensado en preguntar.

«¡Oh, Dios mío! ¡No! —se dijo mientras se le hacía un nudo en la garganta—. ¡No, no, no!»

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