lunes, 28 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 27

Paula pasó todo el día siguiente a su encuentro con Pedro en Merchants trabajando con Nico.

El accidente no parecía que hubiera afectado, ni positiva ni negativamente, a su aprendizaje; pero, con la llegada del verano, Nico parecía sentirse más cómodo si conseguían terminar las sesiones de ejercicios antes del mediodía. Después de esa hora, en la casa hacía demasiado calor para que pudiera aplicarse debidamente.

Aquella mañana temprano había llamado a Rafael y le había pedido unos cuantos turnos más.

Afortunadamente, él había accedido. Paula empezaría al día siguiente y, a partir de entonces, en lugar de las cuatro noches que había hecho hasta aquel momento, trabajaría todas menos la del domingo. A pesar de que empezar un poco más tarde le suponía una reducción en las propinas (dado que tendría que saltarse la hora punta de la cena), no quería dejar una hora más a Nico en el cuarto trasero, solo y despierto. En cambio, como llegaría más tarde, tendría la oportunidad de acostarlo en el camastro prácticamente dormido.

Desde que se habían encontrado en la tienda, el día anterior, no había pasado ni un minuto sin que ella pensara en Pedro. Tal como él le había prometido, le dejó las bolsas con la comida bajo la sombra del porche, y, puesto que el trayecto no había durado ni diez minutos, los huevos y la leche seguían fríos y Paula había podido meterlos en la nevera antes de que el calor los estropeara.

Pedro incluso se había ofrecido, mientras ponía las bolsas en la parte trasera de la furgoneta, a cargar las bicicletas y a llevarlos a ambos; pero Paula no aceptó, aunque la decisión se debía más a Nico que a Pedro. Sabía que su hijo esperaba con ilusión la oportunidad de volver pedaleando con ella, y ya estaba prácticamente montado en su bici. No quería estropearle el plan, especialmente si aquello iba a convertirse en su futura rutina. Lo último que deseaba era que Nico se acostumbrase a que lo devolvieran a casa en camioneta cada vez que fueran al centro.

Sin embargo, una parte de ella lamentó no haber podido aceptar la invitación: se había dado cuenta de que Pedro la encontraba atractiva por la forma en que la observaba y, no obstante, no se había sentido incómoda, como le había sucedido en otras ocasiones ante miradas parecidas. No le había descubierto en los ojos el típico destello lascivo que indica que un simple revolcón bastaría para zanjar el asunto y tampoco había visto que descendieran hacia su escote a medida que hablaba con ella. Le resultaba imposible tomar en serio a ningún hombre que la mirara directamente a los pechos durante una conversación.

Sí, había algo diferente en la mirada de Pedro. De alguna manera resultaba admirativa y nada amenazadora. A pesar de que en principio había rechazado la idea, tuvo que admitir que se había sentido halagada y también complacida.

Naturalmente, sabía que existía la posibilidad de que formara parte de su táctica con las mujeres, que no fuera más que un procedimiento perfeccionado con el tiempo. Algunos hombres eran hábiles en ese sentido. Los había conocido, había hablado con ellos y había llegado a creer que cada gesto, cada matiz implicaban realmente que eran diferentes, más dignos de confianza, distintos del resto. Siempre que se tropezaba con uno, se le disparaban todas las alarmas; pero, en el caso de Pedro, o se trataba del mejor actor que jamás había visto o era realmente distinto, porque las sirenas no habían dicho ni Pío. ¿Cuál sería la verdad?

De entre todo lo que había aprendido de su madre, había algo que destacaba sobre lo demás, algo que solía recordar siempre que juzgaba a otras personas: «A lo largo de la vida te encontrarás con gente que te dirá las palabras adecuadas en el momento preciso. Pero, al final, deberás juzgarlos por sus acciones. Recuerda: son los hechos los que cuentan, no las palabras.»

Se dijo que era posible que fuera ése el motivo de que hubiera respondido positivamente ante Pedro. Para empezar, ya había demostrado que era capaz de comportamientos heroicos. Sin embargo, no era simplemente el brillante rescate de Nico lo que había despertado su interés o lo que fuera (hasta los canallas eran capaces de alguna acción noble de vez en cuando). No. Habían sido las pequeñas cosas que había hecho en la tienda, simples detalles: la forma en que se había prestado a ayudar sin esperar nada a cambio; su interés por cómo se encontraban ella y Nico; su manera de comportarse con el niño.

Sí, aquello especialmente.

A pesar de que no le gustaba admitirlo, en los últimos tiempos se había acostumbrado a juzgar a las personas por cómo trataban a Nico. Recordaba que mentalmente había hecho listas de los conocidos que lo habían intentado con Nico y de los que no:

«Se sentó en el suelo y jugó con él a construir. Bien.»

«Apenas se dió cuenta de su presencia. Mal.»

La lista de los malos había sido mucho más larga.

Y entonces, de repente, aparecía alguien que, por la razón que fuera, establecía un vínculo con Pedro...

No dejaba de darle vueltas y de recordar una y otra vez la reacción de su hijo: «¡Oha, Pepe!» Y otra cosa: a pesar de que Pedro no había comprendido nada de lo que el niño le había dicho —siempre costaba acostumbrarse a la pronunciación de Nico—, había seguido hablando con él como si lo entendiera todo. Le había guiñado el ojo; lo había agarrado por el casco, bromeando; lo había abrazado y lo había mirado a los ojos cuando le hablaba: se había asegurado de que le diría adiós.

Insignificancias; pero, para ella, lo más importante del mundo: hechos.

Pedro había tratado a Nico como a un niño normal.

Curiosamente, Paula seguía pensando en Pedro cuando Ana apareció por el camino de gravilla y estacionó a la sombra de un magnolio de ramas caídas. Había acabado de fregar los platos y la saludó con la mano; luego, lanzó una rápida mirada a la cocina. No estaba impecable, pero le pareció suficientemente limpia. Se dirigió hacia la puerta principal a recibir a Ana.

Tras los saludos de costumbre —«¿Cómo estás? Yo bien, ¿y tú?»—, se sentaron en el porche de la entrada, desde donde podían vigilar a Nico, que jugaba con sus camiones cerca de la valla, haciéndolos circular por una carretera imaginaria.

Justo antes de que  Anay llegara, Paula lo había embadurnado con una generosa capa de crema solar y loción anti-mosquitos, pero los productos habían reaccionado con el polvo como si hubieran sido pegamento: en aquellos momentos, Nico tenía el pantalón lleno de huellas marrones y parecía como si no se hubiera lavado la cara en una semana. A Paula  le recordó a los niños harapientos que Steinbeck había descrito en Las uvas de la ira.

En una pequeña mesa cercana (otro hallazgo desenterrado a cambio de tres dólares de entre los restos de una mudanza por la genio del ahorro llamada Paula Chaves), había dos vasos de té helado. Paula lo había preparado por la mañana a la manera clásica del sur: hirviendo agua, añadiéndole azúcar mientras estaba caliente para que se disolviera completamente y dejándolo enfriar en la nevera en una jarra con hielo. Ana tomó un sorbo sin dejar de mirar a Nico.


—A tu madre también le encantaba ensuciarse —dijo.

—¿A mi madre?

Ana la contempló, divertida.

—No te sorprendas. De pequeña, tu madre era un verdadero trasto.

Paula agarró su vaso.

—¿Estás segura de que hablamos de la misma persona? —preguntó—. Pero si mi madre no salía a recoger el periódico si antes no se había maquillado.

—¡Oh! Eso empezó a ocurrir cuando descubrió a los chicos. Fue entonces cuando cambió de actitud y se convirtió de la noche a la mañana en la dama sureña por antonomasia, guantes y modales Incluidos. Pero no te dejes engañar: antes de aquello, tu madre era la versión femenina de Huckelberry Finn.

—¿Estás bromeando?

—No. De verdad. Tu madre salía a cazar ranas, maldecía como un pescador que hubiera perdido sus redes y a veces hasta se peleaba con los muchachos sólo para demostrar lo dura que era. Y déjame que te diga que era una buena luchadora: mientras los chicos se preguntaban si sería correcto pegar a una chica, ella ya les había dado un puñetazo en la naríz. En una ocasión, unos padres llegaron a avisar al sheriff. Su hijo estaba tan avergonzado que no apareció por el colegio en una semana; sin embargo, no volvió a burlarse de tu madre. Sí, era una chica dura.

Ana parpadeó mientras su mente viajaba del pasado al presente. Paula permaneció callada y aguardó a que prosiguiera.

—Recuerdo que solíamos ir de excursión por la orilla del río en busca de arándanos y ni siquiera se ponía zapatos para caminar por el blando terreno. Sus pies podían aguantar lo que fuera, y se pasaba todo el verano descalza, salvo los domingos, que se ponía zapatos para ir a la iglesia. Cuando llegaba septiembre, tenía las plantas tan sucias que tu abuela se veía obligada a frotárselas con estropajo y detergente para quitarle las costras. Siempre cojeaba un poco cuando empezaban las clases, y nunca supe si era por eso o porque no estaba acostumbrada a caminar con zapatos.



 Los caps de hoy van a dedicados a Mimi , muy felíz cumple @mimiroxb que pases un día súper y espero que te gusten los caps.

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