domingo, 27 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 18

Tres días después del accidente y del afortunado rescate de Nicolás Chaves, Pedro Alfonso pasó bajo el arco de piedra que servía de entrada al cementerio de Cypress Park, el más antiguo de Edenton, y se encaminó hacia una de las lápidas. Sabía exactamente adonde se dirigía, así que tomó un atajo a través del prado cubierto de monumentos funerarios. Algunos eran tan antiguos que dos siglos de intemperie habían borrado casi todas sus inscripciones. Recordaba la cantidad de veces que se había entretenido intentando descifrarlas, aunque siempre le había resultado imposible. Aquel día, sin embargo, Pedro apenas les prestó atención mientras caminaba con paso firme bajo el cielo encapotado. Cuando llegó junto a un enorme sauce, en la parte oeste del cementerio, se detuvo. La lápida que había ido a ver tenía una altura de treinta centímetros. Se trataba de un simple bloque de granito con un sencillo epitafio en la cara superior.

Aparte de la hierba que había ido creciendo alrededor de la piedra, el resto del césped se veía bien cuidado. Justo delante de la losa, en un pequeño recipiente incrustado en el suelo, había un ramillete de claveles secos. No tuvo necesidad de contarlos ni de preguntarse quién los había depositado allí.

Su madre había dejado once flores, una por cada año de matrimonio. Solía hacerlo en mayo, con ocasión del aniversario de su boda. Así lo había hecho los últimos veintisiete años. En todo ese tiempo, nunca le había dicho a su hijo lo que hacía, y Pedro nunca se lo había mencionado: prefería dejar que ella disfrutara de aquel pequeño secreto si con ello él podía mantener el suyo.

Pedro no visitaba el cementerio el mismo día que su madre. Esa fecha le pertenecía a ella porque era cuando se habían declarado mutuamente su amor delante de la familia y los amigos.

Él, en cambio, iba un día de junio, el mes en que su padre había muerto, el día que nunca podría olvidar.

Como de costumbre, iba vestido con un pantalón vaquero y una camisa de trabajo de manga corta. Había llegado directamente de una obra en la que estaba trabajando, aprovechando el descanso de la hora de almorzar, y el sudor le pegaba al pecho y a la espalda algunas partes de la prenda. Nadie le había preguntado adonde se dirigía, y él no se había tomado la molestia de dar explicaciones. Era un asunto que sólo le incumbía a él.

Pedro se agachó y empezó a arrancar las hierbas más altas de los lados, agarrándolas a manos llenas y tirando bruscamente, hasta que consiguió dejarlas a la misma altura que el césped circundante. Se tomó su tiempo, mientras su mente se iba aclarando y él alisaba el terreno.

Cuando terminó, pasó el dedo por la escueta inscripción. Las palabras eran sencillas:

Horacio Alfonso

Amante esposo y padre

1936-1972

Año tras año, visita tras visita, Pedro había ido creciendo y, en aquel momento, tenía la misma edad de su padre cuando éste había fallecido. Había pasado de ser un muchacho asustado a convertirse en el hombre que era.

Sin embargo, los recuerdos que guardaba de su padre habían acabado bruscamente aquel terrible día. En esos momentos, no importaba cuánto se esforzara, le resultaba imposible imaginar la apariencia que habría tenido de haber estado vivo. Para Pedro, su padre siempre tendría treinta y seis años. Ni uno más ni uno menos. La memoria selectiva se ocupaba de eso, lo mismo que la foto.

Cerró los ojos y esperó a que la imagen acudiera a su mente. No le hacía falta llevarla consigo para saber exactamente cómo era. El retrato seguía descansando sobre la chimenea del salón. Allí la había visto a diario durante los últimos veintisiete años.

La instantánea había sido tomada una semana antes del accidente, una soleada mañana de junio, delante de la casa. Había captado el instante en que su padre estaba saliendo del porche con una caña de pescar en la mano, de camino al río Chowan. Pedro recordaba que había ido tras sus pasos y estaba todavía dentro de la casa, recogiendo los cebos y todo lo que iba a necesitar, cuando su madre había apretado el disparador.

Ana se había escondido tras la furgoneta y había llamado a su marido por su nombre:

«Horacio.» Él se dio la vuelta, y ella le tomó aquella fotografía. Luego, enviaron la película a revelar y por eso no se destruyó junto con las demás. Ana fue a recogerla después de los funerales y no pudo contener las lágrimas cuando la vió. Acto seguido, la guardó en el bolso.

Para los demás no tenía nada especial: era sólo Horacio, caminando, con el cabello revuelto y una mancha en la abotonada camisa; pero para Pedro  reflejaba la verdadera esencia de su padre.

Allí estaba el irrefrenable espíritu que había hecho de él alguien tan especial y por eso a su madre aquella imagen la había afectado tanto. Estaba en su expresión, en el brillo de sus ojos, en su actitud garbosa y despierta.

Un mes más tarde, Pedro la sustrajo del bolso de su madre y se metió en la cama, aferrándola con el puño. Cuando ella fue a darle las buenas noches, lo encontró dormido y con los dedos cerrados en torno a la imagen. La foto estaba empapada de lágrimas. Al día siguiente, Ana encargó una copia, y Pedro construyó un marco con cuatro palitos de helado, montó sobre ellos un trozo de cristal viejo y encajó allí la foto. En todo el tiempo que siguió, nunca consideró siquiera la posibilidad de cambiar el marco.

Treinta y seis años.

Horacio  parecía tan joven en aquella imagen... Tenía un rostro fresco y alegre, y apenas se distinguían en la frente y los ojos las arrugas que nunca llegarían a desarrollarse del todo. Si así era, ¿por qué, entonces, aparentaba ser mucho mayor de lo que el propio Pedro se sentía a la misma edad?

Su padre parecía tan sabio, tan seguro de sí, tan valiente... A los ojos de su hijo de nueve años había sido un hombre de unas dimensiones míticas, un hombre que entendía las complejidades de la vida y era capaz de explicar casi cualquier cosa. ¿Acaso se debía a que había vivido más intensamente? ¿Acaso su vida había quedado marcada por más amplias o excepcionales experiencias? ¿O era aquella impresión de Pedro sólo el producto de los sentimientos que unían a un muchacho a su padre, incluido el último instante que habían pasado juntos?

No lo sabía. De hecho, nunca lo sabría. Las respuestas quedaron enterradas junto con su padre mucho tiempo atrás.

Apenas podía recordar las semanas que siguieron a su fallecimiento. Era un período que se había descompuesto en una serie de fragmentos borrosos: el funeral; los días pasados en casa de sus abuelos, en el otro extremo de la ciudad; las asfixiantes pesadillas, cada vez que se iba a la cama.

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