sábado, 26 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 12

Miró por encima del hombro de la recepcionista y se dió cuenta de que más allá las cosas parecían aún más caóticas que en la sala de espera. Las enfermeras iban de un lado a otro con prisas y agobiadas.

—¿Debo presentarme a usted cuando venga a ver a mi nieta? Por la mañana, me refiero.

—No. Puede usted ir directamente a la entrada principal que hay a la vuelta de la esquina. Simplemente diríjase a la habitación 217 y preséntese a las enfermeras de planta.

—Gracias.

Ana se apartó del mostrador, y la persona que la seguía en la cola se adelantó. Era un hombre de mediana edad que olía intensamente a alcohol y llevaba el brazo colgado de un cabestrillo improvisado.

—¿Por qué tardan tanto? El brazo me está matando.

La recepcionista suspiró.

—Lo siento, pero ya ve usted que esta noche estamos muy atareados. El médico lo atenderá tan pronto como...

Ana se aseguró de que la mujer seguía ocupada con el hombre y salió de la sala de espera por una puerta que conducía al ala principal de la clínica. Sabía, por otras veces que había estado allí, que los ascensores estaban al final del pasillo.

En cuestión de segundos pasaba ante el vacío despacho de las enfermeras de planta, camino de la habitación 217.

En el mismo instante en que Ana se dirigía hacia el cuarto de Paula, los hombres de la carretera reanudaban la búsqueda. Eran veinticuatro en total. Se separaron lo justo para que cada uno pudiera seguir viendo las linternas de los que caminaban a cada lado, y así abarcaron un frente de unos cuatrocientos metros. Poco a poco, empezaron a avanzar en dirección sudeste mientras alumbraban cada rincón, indiferentes a la tempestad. Las luces de los vehículos aparcados no tardaron en quedar ocultas por la vegetación. Para los voluntarios que acababan de llegar, la repentina oscuridad fue toda una impresión, y se preguntaron cuánto tiempo podría sobrevivir un niño pequeño en aquellas circunstancias. En cambio, lo que el resto empezaba a preguntarse era si realmente serían capaces de hallar el cuerpo.

Paula estaba todavía despierta. Conciliar el sueño le resultaba completamente imposible.

Tenía los ojos fijos en el reloj que colgaba de la pared, al lado de la cama, y contemplaba cómo los minutos pasaban con terrorífica regularidad.

Nico  llevaba perdido cuatro horas ya.

¡Cuatro horas!

Habría querido hacer algo, cualquier cosa menos permanecer allí, sin poder ayudar a su hijo o a los hombres que lo buscaban. Habría querido estar en el pantano, tras sus huellas. El hecho de que no pudiera le resultaba más doloroso incluso que sus heridas. Necesitaba saber qué estaba pasando, necesitaba ocuparse de lo que fuera; pero allí, en aquella cama de hospital, no había nada que pudiera hacer.

El cuerpo la había traicionado. Durante la hora anterior, la sensación de mareo había remitido levemente; pero si todavía era incapaz de mantener el equilibrio lo suficiente para caminar por el pasillo, aún menos habría podido participar en las tareas de rescate. La luz intensa le hería los ojos y, cuando un médico se acercó y le hizo unas cuantas preguntas sencillas, ella vio una imagen triple. En aquel momento, sola en su habitación, se odió a sí misma por su debilidad. ¿Qué clase de madre era? ¡Apenas podía ocuparse de su hijo!

A medianoche, cuando hacía ya tres horas que faltaba Nico y se había dado cuenta de que no podría abandonar el hospital, se había derrumbado por completo y había empezado a gritar su nombre al salir de la sala de rayos X. De algún modo, había sido un alivio poder hacerlo a voz en cuello. En su mente sabía que su hijo podría oírla y lo había animado a que la escuchase: «Vuelve, Nico. Vuelve con mamá.Puedes oírme, ¿verdad?»

Poco le habían importado las palabras de las enfermeras, que la conminaron a que guardara silencio y se tranquilizara. Había forcejeado para que la soltaran. «Cálmese. Todo irá bien», le dijeron; pero ella no pudo parar y siguió gritando y debatiéndose hasta que finalmente la dejaron en la habitación. Luego, los gritos se tornaron sollozos. Una enfermera le hizo compañía hasta que se tranquilizó, pero tuvo que marcharse para atender una urgencia en otro cuarto. Desde aquel momento había estado sola.

Contempló el minutero del reloj.  Clic.

Nadie estaba al corriente de cómo evolucionaban las cosas. Antes de que la enfermera tuviera que dejarla, Paula le había rogado que llamara a la policía y averiguase qué pasaba con los trabajos de rescate. Se lo había suplicado, pero la mujer rehusó hacerlo. En cambio, le dijo que le informaría tan pronto como tuviera alguna noticia y añadió que, hasta que eso sucediera, lo mejor que podía hacer era tranquilizarse y relajarse.

¡Relajarse! ¿Acaso estaban todos locos?

Su hijo se hallaba todavía allí fuera, y ella estaba convencida de que seguía con vida. Si hubiera muerto, lo sabría. Lo sentiría en las entrañas, sería una sensación tan clara como un puñetazo en el estómago. Quizá era cierto que estaban unidos por un vínculo especial; quizá se trataba del mismo vínculo que ata a todas las madres del mundo con sus hijos o quizá se debía a que, puesto que Nico era incapaz de hablar, ella debía guiarse por el instinto siempre que trataba con él. En cualquier caso, la única verdad era que estaba segura de que, en el fondo, su corazón sabría si llegaba el instante fatal. Por el momento, su corazón se mantenía silencioso.

Nico seguía con vida.

Tenía que seguir con vida.

«Por favor, Dios mío, que así sea.»

Clic.

Ana Alfonso no llamó a la puerta. La entreabrió y comprobó que la luz del techo estaba apagada. Una pequeña lámpara brillaba débilmente en un rincón. Entró sin hacer ruido. Le resultaba imposible saber si Paula dormía o no, pero no tenía intención de despertarla. Cuando Ana cerraba la puerta, Paula volvió la cabeza medio aturdida y la miró.

Incluso en aquella penumbra, cuando Ana la vió en la cama, se quedó de una pieza. Por una vez en la vida no supo qué decir.

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