sábado, 26 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 11

Cuando colgó el teléfono se recostó en el sillón, aliviada por saber que su hijo se encontraba bien, pero preocupada por lo del chico. Al igual que el resto de la gente de Edenton, había conocido a los Schulz; pero era más que eso: la madre de Paula y ella habían sido amigas en la juventud, antes de que se marchara y se casara con Miguel Chaves. Todo aquello había sucedido hacía mucho —cuarenta años, al menos—, y no había vuelto a acordarse de su compañera de la infancia en todo aquel tiempo. Sin embargo, los recuerdos acudieron a su memoria como una sucesión de imágenes: las caminatas camino de la escuela; las horas perezosas pasadas a la orilla del río, donde charlaban de chicos y recortaban las fotos de las revistas de moda...También recordó la pena que la había embargado cuando se enteró de su muerte. No tenía idea de que la hija de su amiga hubiera regresado a Edenton.

En esos momentos, su hijo se había perdido.

«Menudo regreso al hogar.»

Ana no lo pensó dos veces. No era indecisa por naturaleza, al contrario, siempre había sido partidaria de tomar la iniciativa, y a los sesenta y tres años no parecía que fuera a cambiar. Tiempo atrás, después de la muerte de su marido, había encontrado trabajo en la biblioteca local y había criado a su hijo sin ayuda.

No sólo había hecho frente a las obligaciones económicas de su pequeña familia, sino también a lo que normalmente los padres hacen entre dos. Se presentó voluntaria para colaborar en las tareas de la escuela, pero también sacó tiempo para llevar a Pedro a los partidos de softball y de acampada con los scouts. Le enseñó a cocinar y a limpiar, a jugar al baloncesto y al béisbol.

Aunque aquellos días hacía mucho que habían quedado atrás, seguía manteniéndose ocupada: durante los últimos doce años, su atención había pasado de su hijo a la ciudad en la que vivía.

Participaba en todos los aspectos de la vida de la comunidad; escribía con regularidad tanto al congresista local como a los legisladores del Estado, y con frecuencia iba de puerta en puerta, recogiendo firmas para apoyar las peticiones que enviaba siempre que creía que no le hacían el caso suficiente; era miembro de la Sociedad de Historia de Edenton, que se dedicaba a recaudar fondos para rehabilitar las casas más antiguas de la ciudad; asistía a las reuniones del Consistorio, y siempre tenía una opinión sobre los temas que se trataban; los domingos daba clases en la iglesia; horneaba galletas, y todavía le quedaba tiempo para trabajar en la biblioteca treinta horas a la semana. Su programa de actividades no le dejaba demasiado tiempo libre, así que, una vez que tomaba una decisión, se atenía a ella, especialmente si estaba convencida de que le asistía la razón.

A pesar de que no conocía personalmente a Paula, también era madre y conocía el miedo y la angustia que se sienten cuando algo les sucede a los hijos. Pedro había estado en peligro en muchas ocasiones; de hecho, parecía como si atrajera el riesgo hacia su persona, incluso de niño.

Ana sabía que el chico extraviado debía de sentirse aterrorizado. En cuanto a la madre... Bueno, la madre seguramente estaría destrozada. «Dios sabe las veces que yo lo he estado.» Tomó su impermeable. Estaba absolutamente convencida de que Paula necesitaba todo el apoyo que pudieran ofrecerle. La idea de tener que conducir bajo aquella tormenta no la intimidó: una madre y un hijo estaban en apuros.

Incluso aunque Paula Chaves no quisiera verla o las heridas se lo impidieran, Ana sabía que no podría dormir si antes no le había hecho saber que alguna persona de la comunidad se interesaba por su situación.

A medianoche, una nueva bengala iluminó el cielo con la puntualidad de un reloj.

Hacía ya tres horas que Nicolás había desaparecido.

Entre tanto, Pedro se estaba acercando a la carretera y se sorprendió ante la cantidad de luz que la iluminaba, comparada con la oscuridad de la que acababa de salir. También oyó voces por primera vez desde que se había separado de sus compañeros, cantidad de voces de hombres que se llamaban unos a otros.

Aceleró el paso y se alejó de los árboles. Entonces vio que más de una docena de vehículos se había sumado a los que ya estaban aparcados, y que también había más gente. No sólo habían regresado las patrullas de rastreadores, sino que estaban rodeados por aquellos que se habían enterado de la noticia en la ciudad y se habían presentado voluntarios para colaborar. Pedro los reconoció a casi todos: Cristian Sanchez, Rogelio López, Sergio Herrero, Marcelo Calvo, Benjamín Alvarez, Mateo Sosa y unos cuantos más. Gente que había desafiado la tormenta, gente que al día siguiente tendría que ir a trabajar, gente a la que Paula seguramente no conocía.

«Buena gente», pensó.

Sin embargo, los ánimos eran sombríos. Los que habían vuelto estaban empapados, cubiertos de barro y arañazos, exhaustos y desanimados. Al igual que Pedro, habían comprobado lo oscuras e impenetrables que resultaban las marismas. Cuando éste se acercó, guardaron silencio, y también los recién llegados.

El sargento Huddle se dió la vuelta, con el rostro iluminado por los faros. Tenía un profundo arañazo en una mejilla parcialmente cubierto por una salpicadura de lodo.

—¿Y bien? ¿Qué hay de nuevo? ¿Han encontrado algo?

Pedro  negó con la cabeza.

—No, pero tengo una idea de por dónde puede haber ido.

—¿Cómo lo sabes?

—No estoy seguro. Es sólo una suposición, pero yo diría que ha estado moviéndose hacia el sudeste.

Igual que los demás, Huddle estaba al corriente de la reputación de Pedro como rastreador. Se conocían desde la infancia.

—¿Por qué?

—Bueno, para empezar, allí es donde encontramos la manta. Si Nicolás siguió en esa dirección, mantuvo el viento a su espalda. No imagino que a un niño pequeño se le ocurriera caminar contra el viento. La lluvia le molestaría demasiado. Además, creo que debió de intentar mantenerse de espaldas a los relámpagos. Su madre nos ha dicho que les tiene miedo.

El sargento lo miró, escéptico.

—Eso no es mucho.

—No. No lo es —reconoció Pedro—. Pero creo que es nuestra mejor opción.

—¿Opinas que no deberíamos seguir buscando como hasta ahora, en todas direcciones?
Pedro hizo un gesto negativo.

—Es mejor que no. Nos dispersaríamos demasiado y no nos conviene. Ya has visto a lo que nos enfrentamos.

Se pasó el dorso de la mano por la mejilla mientras buscaba las palabras adecuadas. Le habría gustado que Matías estuviera a su lado en aquel momento: él sabía defender un argumento.

—Mira —añadió finalmente—, ya sé que no estoy haciendo más que conjeturas; pero apuesto lo que quieras a que estoy en lo cierto. ¿Cuántos somos ahora? ¿Más de veinte? Podríamos desplegarnos en esa dirección y peinar el terreno como Dios manda.

Huddle le lanzó una mirada dubitativa.

—Pero ¿y si no ha ido por donde dices? ¿Qué pasa si te equivocas? Por lo que sabemos, podría estar moviéndose en círculos. Está muy oscuro... Puede que se haya refugiado en cualquier sitio. Sólo porque le den miedo los relámpagos no significa que tenga que haberse alejado de ellos. Sólo tiene cuatro años. Además, en estos momentos tenemos gente suficiente para buscar en distintas direcciones.

Pedro  no contestó y se limitó a meditar las palabras del policía. Tenían sentido, estaban cargadas de razón; pero él había aprendido a fiarse de su instinto. Todo su rostro reflejaba una férrea determinación.

Huddle lo observó, ceñudo, con las manos hundidas en los bolsillos del empapado impermeable.

—Fíate de mí, Carlos —insistió Pedro.

—No es tan fácil. La vida de un niño está en juego.

—Lo sé.

El sargento lanzó un suspiro y se dió la vuelta. Le correspondía la última palabra. Él era el oficial que coordinaba todo el rescate. Era su deber. Sería su informe. Al final, él sería el único responsable.

—Está bien —dijo por fin—. Lo haremos a tu manera. Sólo rezo a Dios para que tengas razón.

Las doce y media.


Nada más llegar al hospital, Ana Alfonso se dirigió al mostrador de información. Sabía cómo funcionaba el protocolo en una clínica, así que preguntó por Paula Chaves diciendo que se trataba de su nieta. La recepcionista no le hizo preguntas —la sala de espera estaba a rebosar—, y se limitó a hojear rápidamente las fichas de admisión. Paula Chaves, le dijo, había sido trasladada a una de las habitaciones de la primera planta; pero no eran horas de visita. Si podía regresar por la mañana...

—¿Puede decirme al menos cómo está? —interrumpió Ana.

—Aquí dice que la han llevado a rayos X —contestó la mujer encogiéndose de hombros—. Es todo lo que sé. Estoy segura de que le podremos informar mejor cuando todo se haya tranquilizado un poco.

—¿A partir de qué hora se admiten visitas?

—A partir de las ocho —contestó, buscando otra ficha.

—Ya veo —contestó Ana, aparentando abatimiento.

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