viernes, 18 de diciembre de 2015

Romance Otoñal: Capítulo 61

— No soy ninguna de esas cosas, pero si no te levantas enseguida, no tendremos argumentos para defendernos en caso de que a alguien se le ocurra entrar. Y ahora... ¿Vas a moverte o no, Pedro Alfonso?

Pedro miró inocentemente hacia el techo, meneando lentamente su cabeza.

— No. Dudo que lo haga —dijo plácidamente—. Por lo menos hasta que admitas lo acertado de mi segunda descripción como mínimo.

— ¿Cuál era? —preguntó exasperada—. ¿Inmoral o falta de principios?

— Me refiero a la de que eras una mujer fácil y débil en manos de un endemoniado amante —repitió mientras ella atravesaba la habitación en busca de sus bragas rotas para arrojarlas al cesto. Tomó una nueva de uno de los cajones—. O sea, yo.

— De acuerdo, tienes razón —admitió ella ausente, mientras luchaba por ponerse las bragas—. Puedes llamarme niña fácil, mi amo.

Pedro soltó una carcajada, que encolerizó más a la joven. Se apresuró pará lanzarse sobre él.

—¡No sabes quién está en el vestíbulo! —lo reprendió, levantando una mano para señalar la puerta—. Y se supone que tú no debes estar aquí dentro.

Él se sentó, aun riendo, para observar su tonto comportamiento con paciencia.

— ¿Y quién dice que no tengo derecho a visitar mi antigua habitación si se me da la gana?

Ella se irguió para estirar la falda de su vestido, una vez que había logrado calzarse sus bragas. Miró a Pedro primero y luego, pasmada observó cada uno de los femeninos detalles decorativos de la habitación.

—¿Esta fue tu habitación? —preguntó con incrédulo tono.

Él se encogió de hombros, bajándose los puños de la camisa.

— Bueno, debo admitir que la decoración no era la misma mientras yo la ocupaba —dijo—. Pero eso fue antes que me lanzara al mundo y descubriera la forma en la que vive realmente la gente sofisticada. —Él pestañeó modositamente ante ella y se veía tan ridículo adoptando una pose tan femenina con un cuerpo tan viril, que Paula debió taparse la boca para no reír a carcajadas.

Él sonrió y se acercó para rodearle la cintura con sus brazos.

— De todas maneras, tienes toda la razón del mundo —dijo después de plantarle un sonoro beso—. Será mejor que me vaya a mi actual habitación y me arregle un poco. Me has estropeado terriblemente —agregó, imitando perfectamente los típicos pucheritos femeninos.

Aquietando otra carcajada, Paula prácticamente lo echó de su cuarto, antes que no resistiera la tentación de pedirle otro beso. Pero no lo logró:

—No, espera, Pepe—dijo ella con voz seductora cuando él comenzaba a apartarse.

Él frunció el ceño y levantó un dedo para advertirle:

— Paula, te advierto que he decidido no ceder ante tí por lo menos hasta después de la cena —dijo con tono sufrido—. Ya me has agotado y por otro lado... —hizo una dramática pausa y levantó una angustiada mano hacia la frente—... tengo un terrible dolor de cabeza. —Terminó su frase con un suspiro de mártir.

Al oírlo, ella retrocedió y lo miró disgustada con las manos apoyadas sobre las caderas.

— Entonces, trata por todos los medios de procurarte una aspirina. Pero apuesto lo que quieras a que no sabrán como el beso que iba a darte.

Pedro le obsequió una benévola sonrisa y antes que ella pudiera adivinar su intención, se inclinó para darle un beso tan prolongado que le alcanzaría para soportar toda la cena y muchas otras más. Luego se enderezó, jugueteó con uno de los rizos de la joven y la dejó en su posición original.

—Nunca desafíes a un Alfonso, querida —dijo él suavemente dirigiéndose hacia la puerta. La dejó boquiabierta, con los temblorosos dedos acariciando sus hinchados labios—. Nos esforzamos al máximo por vencer a nuestros opositores.

Luego se marchó. Su sonrisa hizo eco en el cuarto, aunque ese eco no logró disipar las últimas palabras que Pedro había pronunciado y que retumbaban en su mente. A pesar de haber hecho el amor, que era todo lo que una mujer podía desear, a pesar del beso que había sido tan apasionado, que había constituido una declaración de amor en sí, Paula seguía concentrada en sus palabras... esas palabras que le hicieron recordar que Pedro Alfonso, por todos los planes que se había hecho respecto de su futuro y por su fe en que podría hacerlos realidad, era un político nato y llevaba en la sangre su carrera. En consecuencia, jamás podría ser feliz a menos que hiciera exactamente lo que había dicho: vencer a sus opositores...

No hay comentarios:

Publicar un comentario