lunes, 21 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 4

Estaban en el coche, a sólo veinte minutos de casa. Oyó que Nicolás se agitaba en el asiento de atrás y echó una ojeada por el retrovisor. El ruido cesó, y Paula tuvo cuidado de no hacer nada que pudiera despertarlo hasta que estuvo segura de que se había vuelto a dormir.

Nicolás. El día anterior había sido la clásica jornada con Nicolás: un paso adelante, un paso atrás, dos pasos a un lado. Una lucha constante. Estaba mejor que antes, pero todavía iba muy retrasado. ¿Podría alcanzar un nivel de normalidad algún día?

Fuera, el cielo estaba completamente encapotado y seguía lloviendo sin cesar. En su asiento trasero, Nicolás soñaba y sus párpados se movían. Paula se preguntó qué tipo de sueños tendría, si serían como películas mudas en las que naves y cohetes surcaban el espacio en silencio, o si pronunciaría en ellos las pocas palabras que sabía. No tenía idea. A veces, cuando se quedaba a su lado viéndolo dormir, le gustaba imaginar que en esos momentos vivía en un mundo en el que todos lo entendían sin problemas, donde Nicolás comprendía el significado de un lenguaje, fuera el que fuese. Tenía la esperanza de que soñara que jugaba con otros niños, niños que no se apartaban de él sólo porque no lo comprendían; la esperanza de que al menos en sus sueños fuera feliz.

Dios, seguramente, era capaz de concederle al menos eso. ¿O no? En aquellos instantes, mientras conducía por la autopista, estaba sola. Incluso con su hijo en el asiento de atrás seguía estando sola. Era una vida que no había escogido, pero era la única que había tenido la oportunidad de vivir. Las cosas habrían podido irle mucho peor; eso era algo que sabía e intentaba tener presente, pero la mayor parte del tiempo no le resultaba fácil. Se preguntaba si Nicolás habría sido tan problemático de haber tenido un padre cerca. En el fondo de su corazón no estaba segura, pero tampoco quería pensar demasiado en ello. En una ocasión se lo había preguntado a uno de los médicos, y el hombre le respondió que no lo sabía a ciencia cierta. Había sido una respuesta honrada, justo la que había esperado, pero no le dejó conciliar el sueño durante una semana. El doctor no había descartado completamente la posibilidad, y ésta arraigó en ella.

¿Había sido ella de alguna manera la responsable de las dificultades de Nicolás? Esos pensamientos no tardaron en suscitar otros: si no se debía a la ausencia de un padre, quizá fuera por algo ocurrido durante el embarazo. ¿Se había alimentado correctamente? ¿Había descansado lo necesario? Era posible que no hubiera tomado suficientes vitaminas, o que hubiera tomado demasiadas. ¿Le había leído lo bastante cuando era pequeño? ¿Le había hecho caso cuando él más la había necesitado? Las respuestas a todas esas preguntas podían tener implicaciones dolorosas, así que las apartaba de su mente a base de fuerza de voluntad. Sin embargo, algunas noches, ya tarde, volvían a asomar su feo rostro. Como al kudzu que invade los bosques, le era imposible mantenerlas a raya para siempre. ¿Había sido de algún modo culpa suya?

Cuando le asaltaban aquellas preocupaciones, se deslizaba sigilosamente hasta el dormitorio de Nicolás y lo contemplaba mientras dormía. El niño siempre se acostaba con una manta en la cabeza y las manos llenas de juguetes. Al verlo descansar de ese modo la invadía un sentimiento de ternura compuesto a un tiempo de tristeza y alegría. En una ocasión, mientras vivía en Atlanta, alguien le había preguntado si habría tenido igualmente a Nicolás  de haber sabido los problemas que le iba a dar. «Naturalmente que sí», había contestado ella con presteza, como se suponía que debía hacer. Y en el fondo de su corazón había sido sincera: a pesar de todos los quebraderos de cabeza que le ocasionaba, tener a Nico era una bendición.

Si hubiera hecho una lista de los pros y los contras, la segunda habría sido interminable, pero la primera habría tenido un peso infinitamente mayor. No sólo quería a su hijo, sino que, a causa de su minusvalía, sentía la necesidad de protegerlo. A diario se veía envuelta en situaciones que la empujaban a defenderlo y a disculparlo; situaciones que la llevaban a explicar a los demás que, a pesar de su apariencia normal, había algo en la cabeza de Nicolás que no funcionaba. Sin embargo, en la mayor parte de las ocasiones se callaba y dejaba que fueran las otras madres quienes sacaran sus propias conclusiones. Si no eran capaces de entenderlo y darle una oportunidad, peor para ellas, porque lo cierto era que Nicolás  resultaba un niño encantador: nunca había hecho daño a ninguno de sus compañeros, jamás los había mordido, pellizcado ni gritado; nunca les quitaba los juguetes y siempre estaba dispuesto a compartir los suyos. Era un niño muy dulce, el más dulce que ella había conocido, y cuando sonreía... ¡Oh, era tan guapo cuando sonreía! Y si ella le devolvía la sonrisa, él continuaba sonriendo y entonces, durante un instante, Paula llegaba a pensar que todo marchaba perfectamente.

Ella le decía lo mucho que lo quería, y la sonrisa de Nico ensanchaba; pero, puesto que no podía expresarse con palabras, Paula no podía evitar sentir que era la única capaz de darse cuenta de lo maravilloso que resultaba.

Entre tanto, Nicolás  seguía jugando en el arenero mientras los demás niños lo dejaban a un lado. Paula se preocupaba constantemente por él y, aunque sabía que todas las madres del mundo lo hacen, para ella no era lo mismo. A veces sentía deseos de conocer a alguien con un hijo en las mismas condiciones; por lo menos podría comprenderla, y ella tendría alguien con quien compartir sus notas y un hombro sobre el que llorar. ¿Acaso las demás madres se despertaban por la noche preguntándose si sus hijos llegarían alguna vez a tener un amigo, cualquier amigo? ¿Acaso se preocupaban por si sus hijos podrían ir a un colegio normal, practicar algún deporte o graduarse? ¿Acaso tenían que ser testigos del vacío que los demás niños, y también algunos adultos, hacían a sus hijos? ¿Acaso sus preocupaciones se prolongaban día y noche sin que les cupiera la esperanza de que terminaran algún día?

Siguió divagando de aquel modo mientras conducía el viejo Datsun por carreteras que se iban haciendo cada vez más familiares. Estaba a unos diez minutos de casa. Le faltaba pasar la siguiente curva, cruzar el puente hacia Edenton y girar a la izquierda por la calle Charity. Después, sólo le quedaría poco más de un kilómetro y habría llegado. Seguía lloviendo, y el asfalto estaba negro y reluciente. Los faros alumbraban en la distancia, arrancando destellos a las gotas, como si fueran diamantes que cayeran del cielo al atardecer. Estaba cruzando una zona de pantanos, una de tantas que abundaban en esa parte del territorio y cuyas aguas provenían del canal Albemarle. Casi nadie vivía por aquellos parajes, y los que lo hacían apenas se dejaban ver. El suyo era el único coche que circulaba por allí en aquellos momentos.

Cogió la curva a unos noventa kilómetros por hora y entonces la vió, apenas a unos doce metros de distancia, en medio de la carretera. Era una cierva adulta que la miraba, paralizada por el resplandor de los faros. Paula iba demasiado deprisa para evitar la colisión. No obstante, su instinto se impuso y le hizo clavar los frenos. Oyó claramente el chirrido de los neumáticos. Notó que éstos perdían tracción sobre la superficie empapada y cómo el coche seguía hacia delante. El animal no se movió, y Paula pudo verle claramente los ojos, dos grandes esferas amarillas que brillaban en la oscuridad. No podía esquivarla y se estrellaría contra ella. Se oyó a sí misma gritar mientras daba un desesperado golpe de volante. Las ruedas delanteras patinaron y de algún modo respondieron a sus órdenes. El Datsun se cruzó y evitó a la cierva por cuestión de centímetros. Demasiado tarde para que tuviera importancia, la cierva salió de su estupor y corrió en busca de un lugar seguro sin mirar siquiera hacia atrás; pero el viejo coche no pudo recuperarse de la maniobra.

Paula  notó cómo los neumáticos perdían contacto con el asfalto y se adentraban en la tierra mojada. Los gastados amortiguadores crujieron violentamente con el rebote y actuaron como un trampolín. A menos de diez metros, se levantaba una hilera de cipreses. Paula giró el volante con desesperación, pero el coche siguió lanzado. Abrió los ojos desmesuradamente y contuvo la respiración. Era como si todo sucediera primero a cámara lenta, después muy rápido y de nuevo despacio. Se dio cuenta de que la colisión era inevitable, pero esa constatación sólo duró una décima de segundo. En ese instante chocó contra los árboles.

Paula oyó el estruendo del metal que se retorcía y el estallido del parabrisas que la cubrió de fragmentos de cristal. Como llevaba puesta sólo la parte inferior del cinturón de seguridad, su cabeza salió disparada hacia delante y se estrelló contra el volante. Notó un dolor agudo y penetrante. Luego, nada más.

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