sábado, 26 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 14

Nuevamente tuvo que pasar por los consabidos preliminares antes de poder hablar con el responsable. A continuación, su voz adquirió el tono de una reprimenda.

—Ya veo... Bien, ¿no puedes llamar por radio al lugar del suceso? Está conmigo una madre que tiene todo el derecho del mundo a saber lo que sucede. Me cuesta creer que hayan sido incapaces de tenerla informada... ¿Cómo te sentirías tú si fueran tus hijos, Tomás y Laura, los que se hubieran perdido?... No me importa lo liada que tengas la noche. No hay excusa que valga. Es increíble que hayas descuidado algo tan elemental... No. No pienso volver a llamar. Prefiero esperar mientras coges la radio y... José, ella necesita saber algo ¡ya! Hace horas que no le han dicho ni una palabra... Sí. Está bien...

Ana miró a Paula.

—Estoy a la espera. Están conectando por radio. Sabremos algo enseguida. ¿Cómo lo lleva?

Ella sonrió por primera vez desde el accidente.

—Gracias —dijo con voz débil.

Transcurrió un minuto. Luego otro, antes de que Ana volviera a hablar.

—Sí. Aquí estoy...

La mujer escuchó el informe en silencio. A pesar de todo, Paula sintió que la invadía una cierta esperanza. «Ojalá. Por favor», pensó mientras contemplaba a Ana e intentaba descifrar el significado de su expresión. El silencio se prolongó, y los labios de la mujer se estrecharon. Al final habló por el micrófono.

—Ya entiendo... Gracias, José. Llama al hospital cuando sepas algo más, lo que sea... Sí. El hospital de Elizabeth City. De lo contrario, volveremos a llamarte nosotras.

De repente, Paula sintió que se le hacía un nudo en el estómago y que no podía tragar. La acometió una náusea.

Seguían sin encontrar a Nicolás.

Ana colgó y regresó al lado de la cama.

—Todavía no han dado con él, pero siguen buscando. Según parece, unos cuantos del lugar han ido a ayudar, así que ahora tienen más hombres que antes. Además, el tiempo está mejorando. Creen que Nicolás ha ido hacia el sudeste. Están buscando en esa dirección desde hace una hora.

Paula apenas la escuchó.

Empezó a notarse alrededor de la una y media de la madrugada.

La temperatura, que se había mantenido en torno a los dieciocho grados, había descendido de pronto hasta los diez. Una fría brisa proveniente del norte era la responsable. Los buscadores, que llevaban rastreando como un grupo compacto desde hacía una hora, se dieron cuenta de que para encontrar al chico con vida tendrían que dar con él en las horas siguientes.

Habían alcanzado una zona del pantano donde la vegetación no era tan densa, los árboles crecían a intervalos más separados, y la maleza no parecía tan enmarañada. Allí podrían ir más deprisa.  Pudieron contar hasta tres linternas a cada lado. Avanzaban sin descuidar el más pequeño rincón.

Él había cazado en aquella parte de las marismas con anterioridad. El terreno era ligeramente más elevado, estaba algo más seco y abundaban los ciervos. Más adelante, al cabo de un poco más de medio kilómetro, la zona volvía a descender y a quedar inundada. Entonces se acercarían a un lugar conocido como Duck Shot. Durante la temporada de caza, la gente se escondía a docenas en los puestos de ojeo que abundaban por todas partes. El agua era poco profunda durante todo el año, y la caza siempre buena.

También era lo más lejos que Nico podía haber llegado. Eso, suponiendo que estuvieran rastreando en la dirección adecuada.

A las dos y veintiséis de la madrugada, Nico llevaba perdido casi cinco horas y media.

Ana humedeció una toalla y suavemente le refrescó el rostro a Paula. La joven madre no había hablado mucho, y Ana había preferido no presionarla ya que tenía todo el aspecto de hallarse en estado de shock: pálida y agotada, con los ojos enrojecidos y la mirada vidriosa. Ana  había vuelto a llamar por teléfono a los bomberos, pero le dijeron que seguían sin noticias. Paula pareció que lo aceptaba con resignación. Apenas había reaccionado.

—¿Quiere que le traiga un vaso de agua? —le preguntó Ana.

A pesar de que no recibió ninguna respuesta, se levantó y fue por uno. Cuando regresó, Paula se incorporó para tomar un sorbo, pero su organismo le hizo saber a las claras cuáles habían sido las consecuencias del accidente: un dolor desgarrador le recorrió el brazo desde la muñeca hasta el hombro como una descarga eléctrica; el estómago y el pecho le dolían como si hubiera tenido sobre ellos un peso enorme que le acabaran de quitar. Era como si todo su cuerpo estuviera recobrando la forma habitual, igual que un globo que hincharan dolorosamente. Tenía el cuello rígido, como si una vara lo sujetara y le impidiera mover la cabeza adelante y atrás.

—Espere, permítame que le eche una mano —se ofreció Ana, que dejó el vaso sobre la mesa y la ayudó a sentarse. Paula hizo una mueca y contuvo el aliento ante el dolor que la asaltaba.

Luego, se relajó y el daño remitió. Ana le entregó el agua.

Mientras bebía, Paula se fijó de nuevo en el reloj de la pared. Como antes, seguía moviéndose inexorablemente.

«¿Cuándo lo encontrarán?»

—¿Quiere que llame a una enfermera? —preguntó Ana al ver su expresión.

Paula no respondió, y ella le tomó la mano.

—¿Prefiere que me vaya para que pueda descansar?

Paula apartó la vista del reloj y la miró. Seguía viendo a una desconocida, pero a una desconocida amable, que se preocupaba por ella; alguien de mirada compasiva que le recordaba a una mujer que había tenido como vecina en Atlanta.

«Sólo quiero a mi hijo.»

—No creo que sea capaz de dormir —respondió finalmente.

Paula apuró el vaso, y Ana se lo agarró.

—¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó Paula. Hablaba con mayor fluidez, pero el agotamiento hacía que su voz sonara apagada—. He oído su nombre mientras hablaba por teléfono, pero no puedo recordarlo.

Ana depositó el vaso en la mesilla y la ayudó a acomodarse.

—Soy Ana Alfonso. Me temo que me olvidé de presentarme cuando entré.

—¿Ha dicho que trabaja usted en la biblioteca?

Ana asintió.

—Sí. La he visto a usted y a su hijo por allí bastantes veces.

—Por eso... —Las palabras murieron en sus labios.

—No. La verdad es que he venido porque conocí a su madre de joven. Éramos amigas, aunque de eso ya hace mucho. Cuando me enteré del accidente... En fin, no quise que se sintiera sola en semejante trance.

Paula la miró de soslayo, sopesando las palabras de la desconocida.

—¿Mi madre?
Ana hizo un gesto afirmativo.

—Sí. Su madre y yo éramos vecinas. Crecimos juntas.

Paula  intentó recordar si su madre la había mencionado alguna vez, pero concentrarse en aquellos recuerdos era como desentrañar las imágenes en un televisor desenfocado. No había forma de que pudiera rememorarlo. Entonces sonó el teléfono.

Ambas se sobresaltaron y miraron el aparato. El timbrazo era penetrante y amenazador.

Unos minutos antes, Pedro y los demás habían llegado a Duck Shot. Allí, a unos dos kilómetros del lugar del accidente, el agua del pantano se hacía más profunda. Estaba claro que Nico no había podido ir más lejos. No obstante, no habían encontrado ni rastro del chico.

Uno a uno, los componentes del grupo empezaron a reunirse. Cuando las voces sonaron a través de los transmisores, la mayor parte de los comentarios fueron de decepción.

Sin embargo, Pedro no llamó a nadie. Seguía buscando, intentando ponerse en el lugar de Nicolás y planteándose las mismas preguntas de antes. A la cuestión de si realmente el niño había tomado aquella dirección le encontraba siempre la misma respuesta: la fuerza del viento habría bastado para empujarlo hacia allí, no habría podido caminar contra la tormenta; además, así le habría dado la espalda a los relámpagos.

¡Maldición, seguro que había ido hacia donde él decía! No había tenido otro remedio.

Pero ¿dónde estaba?

Era imposible que hubieran pasado a su lado sin verlo, ¿o no? Antes de que emprendieran la marcha, Pedro había recordado a los voluntarios que debían examinar cualquier rincón, matorrales, troncos caídos, árboles en los que un niño pudiera esconderse de la tormenta. Estaba convencido de que habían seguido sus indicaciones. Aquellos hombres estaban tan preocupados como él.

Así pues, ¿dónde estaba?

Lamentó que no dispusieran de gafas de visión nocturna, algo que les ayudara a sobreponerse a las limitaciones que la oscuridad les imponía, algo que les permitiera descubrir el paradero de Nicolás  mediante la imagen de su calor corporal. A pesar de que sabía que semejantes equipos se podían adquirir en un comercio, no le constaba que nadie en Edenton dispusiera de ellos. Ni falta hace decir que el servicio de bomberos tampoco los tenía: ¿cómo iba a tenerlos si ni siquiera se podía permitir una plantilla fija? Igual que en todas las ciudades pequeñas, los recursos de su comunidad eran limitados.

Sin embargo, la Guardia Nacional...

No le cabía duda de que ellos poseían lo necesario, pero no eran una opción: tardarían demasiado en desplazarse hasta allí. Por otra parte, tampoco podía pedir prestado ningún material porque la solicitud se eternizaría en el papeleo y la burocracia. Incluso si conseguía que milagrosamente dieran curso a su petición, el almacén más cercano se encontraba a dos horas de camino. ¡Demonios! Para cuando llegara, ya sería de día. ¡Piensa!

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