lunes, 21 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 3

Tres horas más tarde, mientras seguía conduciendo por la autopista, Paula recordó a Facundo Pieres, el padre de Nicolás. Facundo era de esa clase de hombres que llaman la atención y que a ella siempre le resultaban atractivos: alto y delgado, con ojos oscuros y cabello castaño. Lo había conocido en una fiesta, rodeado de gente, y saltaba a la vista que estaba acostumbrado a ser el centro de las miradas. Por aquel entonces, ella contaba veintitrés años, no tenía pareja y hacía dos que trabajaba de profesora. Preguntó por él a su amiga Sofía, y ésta le explicó que Facundo iba a estar en la ciudad sólo durante unas semanas y que era asesor de inversiones para un banco cuyo nombre Paula ya no recordaba. No le importó que no fuera de allí. Lo miró, y sus ojos se encontraron. No dejaron de lanzarse miradas durante los cuarenta minutos que él tardó en acercarse y saludarla.

¿Quién puede explicar lo que sucedió a continuación? ¿Fueron las hormonas? ¿La soledad? ¿El estado de ánimo del momento? Poco importa, el caso es que se marcharon de la fiesta pasadas las once, se tomaron una copa en el bar del hotel mientras se contaban anécdotas graciosas, flirtearon un rato con la mente puesta en lo que sucedería a continuación y acabaron en la cama. Fue la primera y la última vez que lo vio. Él regresó a Nueva York, regresó a su vida de siempre y también, según supo después Paula, a la pareja que tan descuidadamente se había olvidado de mencionar. Ella siguió con su rutina. Entonces no le había dado demasiada importancia; pero, un mes más tarde, sentada en el suelo del cuarto de baño un martes por la mañana, inclinada sobre la taza del inodoro, sí que se la dio.

Fue al médico, y le confirmó lo que ella ya sabía: que estaba embarazada. Cuando lo llamó por teléfono, sonó el contestador, y le dejó un mensaje. Facundo tardó tres días en responder; escuchó las palabras de Paula y, acto seguido, lanzó un suspiro que sonó a exasperación. Luego, se ofreció a correr con los gastos del aborto. Paula le contestó que, como católica, no tenía la menor intención de deshacerse del niño. Furioso, él le preguntó cómo había sido capaz de permitir que sucediera algo así, y ella le respondió que si alguien tenía que contestar a semejante ocurrencia, esa persona era él. A continuación, Facundo quiso saber si realmente estaba segura de que él era el padre. Puala tuvo que cerrar los ojos y hacer un esfuerzo para no explotar. Sí, él era el padre. Él se ofreció otra vez a pagar el aborto, y ella lo rechazó de nuevo. Entonces, Facundo le preguntó qué esperaba que hiciera, y Paula replicó que no esperaba nada, que sólo creía que debía saberlo. Él le advirtió que si tenía intención de demandarlo y solicitar una pensión alimenticia para el niño, se defendería. Ella repuso que no deseaba ninguna compensación, pero que quería saber si como padre tenía intención de estar presente en la vida de su hijo. Durante unos segundos, sólo escuchó una respiración al otro lado de la línea. Luego, Facundo contestó que no, que ya estaba comprometido con otra. Nunca había vuelto a hablar con él.

Lo cierto era que le resultaba más fácil defender a Nicolás ante un médico que ante sí misma. Lo cierto era que estaba más preocupada de lo que estaba dispuesta a admitir. A pesar de los progresos que hacía, no le suponía ningún consuelo que su hijo tuviera la capacidad de expresión de un niño de dos años. En octubre cumpliría cinco. Sin embargo, se resistía a abandonar. Nunca abandonaría, por mucho que trabajar con él fuera la tarea más difícil a la que se había enfrentado. Paula no sólo llevaba a cabo los deberes rutinarios, como preparar comidas y cenas, llevarlo a pasear por el parque, jugar con él o enseñarle sitios nuevos, sino que, además, durante cuatro horas al día, seis días por semana, practicaba con él la mecánica del lenguaje.

A pesar de lo indiscutible de los avances del niño desde que ella había empezado a enseñarle, éstos eran desesperadamente irregulares. Había días en que Nicolás era capaz de decir todo lo que ella le pedía; en cambio, otros ni abría la boca. A ratos parecía capaz de comprender cualquier concepto nuevo, y a ratos era como si fuera a peor. Por lo general, Nicolás podía responder preguntas formuladas con «qué» y «dónde», pero «cómo» y «por qué» aún le resultaban incomprensibles.

En cuanto a la conversación, el intercambio de razonamientos entre dos personas no era más que una hipótesis científica más allá de su capacidad. El día anterior, habían pasado la tarde a orillas del río Chowan. A Nicolás le gustaba ver pasar las barcas que surcaban el agua y se dirigían a Batchelor Bay. Por otra parte, constituía un cambio en la rutina ya que, cuando Paula le enseñaba en casa, solía atarlo a una silla del salón. Eso lo ayudaba a concentrarse. Habían encontrado un lugar ideal. Los nogales abundaban en la orilla y había más helechos que mosquitos. Estaban sentados en una zona cubierta de pequeños tréboles, no se veía a nadie más, y Nicolás contemplaba fijamente el agua mientras Paula terminaba de apuntar cuidadosamente en su libreta los últimos datos de los avances de su hijo. Sin mirarlo, le preguntó:

—Cariño, ¿ves alguna barca?

El niño no contestó; en lugar de eso, cogió su avión de juguete e hizo como si volara. Tenía un ojo cerrado y con el otro miraba hacia el aeroplano.

—Nico, tesoro, ¿ves alguna barca?

Él se limitó a hacer un leve ruido con la garganta, como si imitara un motor acelerando. No prestaba atención. Ella miró a su alrededor y no vio ninguna embarcación. Tomó la mano del chico para asegurarse de que le hiciera caso.
—Nico, dí: «No veo ninguna barca.»

—«Ayón.»

—Sí. Ya sé que es un avión. Ahora, di: «No veo ninguna barca.»

Nicolás  alzó un poco más el juguete. Seguía contemplándolo fijamente. Al cabo de un instante, habló de nuevo.

—«Ayón eación.»

—Sí, Nico. Tienes un avión.

—«Ayón eación.»
Paula suspiró.

—Sí. Un avión de reacción.

—«Ayón.»

Contempló el hermoso rostro de su hijo, tan perfecto, tan normal... Ayudándose con la punta del dedo, hizo que él girara la cara y la mirara.

—Escucha: aunque hayamos salido, no por eso hemos de dejar de trabajar, ¿de acuerdo? Tienes que repetir lo que yo te diga; de lo contrario, tendremos que regresar a casa y a tu silla. No querrás eso, ¿verdad?

A Nicolás no le gustaba nada la silla. Una vez sujeto no se podía mover, y no hay niño en el mundo al que le guste esa sensación. Sin embargo, Nicolás siguió agitando su avioncito y observándolo contra un horizonte imaginario. Paula insistió:

—Nico, dí: «No veo ninguna barca.»
Silencio. Sacó un caramelo del bolsillo. El niño lo vio, pero ella lo mantuvo fuera de su alcance.

—Dí: «No veo ninguna barca.»

Era como arrancar una muela, pero al final las palabras empezaron a salirle.

—«O eo nuna acá» —susurró él.

Paula le dió un beso y la golosina.

—Eso es, cariño. Eso es. ¡Qué bien has hablado! ¿Sabes que eres un gran conversador?

Nicolás oyó el cumplido mientras masticaba y volvió a concentrarse en su avión. Paula apuntó las palabras que acababa de pronunciar y siguió con los ejercicios. Miró a su alrededor en busca de algo diferente.

—Nico, dí: «El cielo es azul.»

—«Ayón» —respondió el chico al cabo de un instante.

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