lunes, 28 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 26

Con los refrescos en la mano, Pedro fue hacia la salida y vió que ella estaba a punto de salir y guiaba a Nico empujándolo por el hombro. Repasó lo que acababa de oír y tomó una decisión en el acto.

—¡Eh, Paula! Espera...

Ella se dió la vuelta y se detuvo mientras él se acercaba.

—¿Son suyas las bicicletas de ahí fuera?

—S... Sí. ¿Por qué?

—Lo siento. No he podido evitar escuchar lo que acabas de decir al propietario. Yo... —Se detuvo y en el silencio de la tienda la miró con sus ojos color miel—. Me preguntaba si podría ayudarte con los paquetes. Voy de paso por tu casa, así que estaría encantado de poder dejártelos allí.

Mientras hablaba señaló una camioneta estacionada fuera.

—¡Oh, no! Ya está bien así.

—¿Estás segura? Me queda de camino. Sólo me llevará un par de minutos.

A pesar de que Paula sabía que él sólo estaba intentando ser amable, según es costumbre en las ciudades pequeñas, no estaba segura de que debiera aceptar.

Como si hubiera percibido sus dudas, Pedro alzó las manos y sonrió traviesamente.

—Te prometo que no te robaré nada.

Nico dió un paso hacia la puerta y Paula lo detuvo sujetándolo por el hombro.

—No es eso... Es que...

Pero entonces, ¿de qué se trataba? ¿Acaso llevaba tanto tiempo sola que se había olvidado de cómo se aceptaba la amabilidad del prójimo? ¿O era porque él ya había hecho demasiado por ella?

«Vamos, atrévete. Total, no te está pidiendo que te cases con él ni nada parecido», se dijo.

Tragó saliva mientras pensaba en lo que les había costado llegar y en el trayecto de regreso que les esperaba, cargados de provisiones...

—Bueno... Si estás seguro de que no te aparto de la ruta...

Para Pedro fue como si hubiera conseguido una pequeña victoria.

—Completamente. Déjame que pague esto —blandió los refrescos— y te ayudaré a llevar las bolsas al camión.

Fue hasta la caja y pagó las bebidas.

—Por cierto —preguntó Paula—, ¿cómo sabes dónde vivo?

Él la miró por encima del hombro.

—Ésta es una ciudad pequeña. Sé dónde vive todo el mundo.



Más tarde, ese mismo día, Melisa, Matías y Pedro se encontraban en el jardín mientras los filetes y las salchichas de frankfurt chisporroteaban sobre las brasas y en el aire se hacían palpables las primeras señales del verano. Era un lento anochecer que llegaba cargado de calor y humedad. El sol se ocultaba tras los inmóviles árboles, cuyas hojas permanecían quietas en aquella hora sin brisa.

Matías permanecía de pie, con unas tenazas en la mano, y Pedro jugueteaba con la tercera cerveza de aquella noche. Sentía un agradable cosquilleo y seguía bebiendo despacio para mantenerlo así.

Primero había puesto a sus amigos al corriente de las últimas noticias, incluida la aventura del pantanal. Luego, les explicó que se había vuelto a encontrar con Paula aquella misma tarde y que la había acompañado hasta su casa con las compras.

—Parece que se las apañan —comentó, al tiempo que aplastaba de un manotazo un mosquito que se había posado en los vaqueros.

A pesar de que había hecho el comentario de la manera más inocente, Melisa le lanzó una mirada suspicaz y se inclinó hacia él.

—Así que te gusta, ¿eh? —inquirió, sin poder disimular la curiosidad.

Antes de que Pedro hubiera tenido tiempo de responder, Matías terció en la conversación.

—¿Qué te ha dicho? ¿Qué le gusta?

—¡Yo no he dicho tal cosa! —protestó Pedro rápidamente.

—Ni falta que hace —replicó Melisa—. He podido leerlo en la cara. Además, no la habrías ayudado con los paquetes si no te hubiera gustado.

Se volvió hacia su marido.

—Sí que le gusta.

—Estás poniendo en mi boca palabras que no son mías.

Melisa sonrió con picardía.

—¿Y qué tal es?... ¿Es guapa?

—¡Vaya pregunta!

Melisa se volvió de nuevo hacia Matías.

—Ahora resulta que la encuentra atractiva.

Matías asintió, plenamente convencido.

—Ya decía yo que estaba muy callado cuando llegó. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a pedirle que salga contigo?

Pedro los miró, asombrado de que la conversación hubiera podido tomar aquel derrotero.

—No tengo ningún tipo de plan.

—Pues deberías. No estaría mal que de vez en cuando, y para variar, salieras de esa casa tuya.

—¡Si me paso fuera todo el día!

—Ya sabes a lo que me refiero —contestó Matías guiñándole un ojo y divirtiéndose con el azoramiento de su amigo.

Melisa se recostó en su tumbona.

—Sabes que tiene razón. Ya no eres ningún chaval. Estás a punto de dejar atrás lo mejor de la vida.

—¡Vaya, muchas gracias! La próxima vez que quiera que me insulten ya sé adónde debo ir.

Melisa soltó una risita.

—Vamos, sabes que estamos bromeando.

—¿Es ésa tu versión de unas disculpas?

—Sólo si reconsideras tu decisión y le pides que salga contigo —contestó ella haciendo subir y bajar sus cejas.

Pedro no pudo evitar reírse.

Melisa tenía treinta y cuatro años, pero aparentaba diez y se comportaba como tal. Rubia y pequeña, siempre tenía una palabra amable; era leal con sus amigos y nunca parecía que nada la fastidiara. Ya podían sus hijos pelearse, el perro destrozarle una alfombra o estropeársele el coche; al acabo de un instante volvía a estar de buen humor.

En más de una ocasión, Pedro le había dicho a Matías que lo consideraba un hombre de suerte.

Él siempre le contestaba lo mismo: «Ya lo sé.»

Pedro  tomó otro sorbo de cerveza.

—Pero, a ver, ¿por qué están tan interesados? —preguntó.

—Porque te queremos —contestó Melisa dulcemente, como si aquella respuesta bastara.

«Y porque no entienden que siga sin pareja», pensó Pedro.

—Está bien —admitió finalmente—. Lo pensaré.

—¡Con eso me basta! —exclamó Melisa, que no se molestó en disimular su entusiasmo.

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