miércoles, 23 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 10

¿Adónde iría un niño en aquellas circunstancias? Un niño al que le dan miedo las tormentas pero no los bosques de noche; un niño que ha visto a su madre tras el accidente; a su madre, herida e inconsciente.

«¡Piensa!»

Pedro conocía las marismas tan bien como cualquiera de los lugareños, o mejor. Había sido allí donde había abatido su primer ciervo, a los doce años, y todos los otoños se aventuraba para cazar patos. Tenía una destreza instintiva para seguir el rastro de los animales, y rara vez regresaba sin haber cobrado alguna pieza. Los habitantes de Edenton bromeaban a menudo diciéndole que su olfato era como el de un lobo. Era cierto que tenía un talento poco frecuente, hasta él lo admitía. También era cierto que sabía lo mismo que la mayoría de los cazadores acerca de huellas, deposiciones y el significado de ramas rotas y vegetación aplastada. No obstante, aquellos conocimientos no bastaban para explicar su éxito como cazador. Por eso, cuando le preguntaban cuál era su secreto, él se limitaba a responder que simplemente intentaba pensar como lo haría un ciervo. La gente se reía con aquello; pero Pedro siempre lo decía muy serio, y entonces todos se daban cuenta de que no intentaba ser gracioso.

«Pensar como un ciervo... ¿Qué demonios habrá querido decir?», exclamaban meneando la cabeza.

Puede que sólo Pedro lo supiera, pero eso era lo que estaba haciendo en aquellos momentos; lo mismo pero a otro nivel, porque lo que había en juego era mucho más importante.

Cerró los ojos y se concentró. ¿Adónde iría un niño de cuatro años? ¿En qué dirección?

Abrió los ojos bruscamente cuando escuchó el sonido de la primera bengala, que indicaba que había transcurrido ya una hora. Eran las once.

«¡Piensa!»

El servicio de urgencias del hospital de Elizabeth City estaba abarrotado. No sólo habían llevado allí a los heridos graves, sino que también habían acudido los que se habían sentido indispuestos o enfermos. Sin duda, muchos podrían haber esperado hasta la mañana siguiente; pero, igual que la luna llena, las tormentas tienen la facultad de despertar en las personas los instintos más irracionales. Cuanto más potente es el fenómeno, más se perturba la gente. En una noche como aquélla, una molestia en el pecho se convierte en un infarto inminente; la fiebre del día anterior pasa a ser algo insoportable, y un calambre en una pierna puede deberse a un trombo. Los médicos y las enfermeras lo sabían, y para ellos aquellas noches eran tan previsibles como la salida del sol: el tiempo mínimo de espera llegaba a las dos horas.

No obstante, como tenía una herida en la cabeza, Paula Chaves fue atendida inmediatamente.

Estaba consciente, aunque sólo a medias. Tenía los ojos cerrados y balbuceaba incoherencias, repitiendo un nombre una y otra vez. La llevaron primero a rayos X. A partir de ahí, los médicos decidirían si sería necesario un TAC.

El nombre que no cesaba de repetir era «Nicolás».

Había transcurrido otra media hora, y Pedro Alfonso se había adentrado en el pantano. Estaba rodeado de la más absoluta oscuridad, como un espeleólogo en una caverna. A pesar de la linterna, sintió que empezaba a asaltarle la claustrofobia. La vegetación se había hecho tan densa que le resultaba imposible caminar en línea recta. Si para un hombre como él era más fácil desplazarse en zigzag, no quería pensar lo que significaría para un niño como Nicolás.

Ni el viento ni la lluvia habían amainado; sin embargo, los relámpagos eran menos frecuentes.

El agua le llegaba casi a las rodillas, y todavía no había hallado el menor rastro. Acababa de comunicarse por radio con el resto del grupo, pero todos habían respondido lo mismo.

Nada. Ni una sola señal.

Hacía dos horas y media que Nicolás había desaparecido.

«¡Piensa!»

¿Podía ser que hubiera llegado tan lejos? ¿Podía un niño de la estatura de Nicolás vadear tanta profundidad?

No. Era imposible que Nicolás  se hubiera alejado tanto, y menos aún vestido con unos vaqueros y una camiseta.

«Y si lo hizo, lo más probable será que no lo encontremos con vida», se dijo.

Pedro  sacó la brújula del bolsillo, la iluminó con la linterna para situarse y llegó a la conclusión de que lo mejor era regresar al punto de partida, donde habían encontrado la manta. Nico había estado allí. Por lo menos eso lo sabían.

Pero ¿adónde había ido?

El viento arreció, y las copas de los árboles oscilaron sobre su cabeza mientras la lluvia le azotaba el rostro y los relámpagos se alejaban hacia el este: lo peor de la tormenta estaba pasando.

«Nicolás es pequeño y tiene miedo a los relámpagos...», se dijo.

Pedro contempló el cielo, concentrándose, y sintió que algo tomaba forma en su mente, algo que empezaba a aflorar... ¿Una idea? Puede que no fuera algo tan concreto, pero sí una posibilidad...

«Rachas de viento... Lluvia intensa... Miedo a los relámpagos...»

Sin duda, todo aquello tenía que haber impresionado al muchacho, ¿o no? Cogió su transmisor y habló por el micrófono; pidió a todo el mundo que se dirigiera hacia la autopista lo antes posible.

Se reuniría con ellos allí.

—Tiene que ser eso —dijo en voz alta, a nadie en particular.

Como la mayoría de las esposas de los bomberos voluntarios que llamaron al Parque aquella peligrosa noche, Ana Alfonso no pudo evitar descolgar el teléfono. A pesar de que a su hijo Pedro lo reclamaban dos o tres veces al mes, como madre no podía dejar de preocuparse ni un solo minuto. Nunca le había complacido que él se dedicara a semejante tarea y no había dejado de decírselo hasta que finalmente comprendió que no estaba dispuesto a cambiar de opinión. Su hijo era igual que el padre: tozudo.

Sin embargo, aquella noche, Ana Alfonso tuvo el presentimiento de que algo malo había sucedido. Aunque no le pareció que fuera nada de especial consideración y al principio intentó quitárselo de la cabeza, la sensación de incomodidad persistió y se fue haciendo más fuerte a medida que las horas pasaron. Al final, a regañadientes, había llamado esperando lo peor. Pero en lugar de ello, se enteró de otra cosa, de lo sucedido a un niño, «el bisnieto de J. B. Schulz», que se había perdido en los pantanos. También le explicaron que Pedro estaba trabajando en las tareas de rescate, y que la madre se encontraba camino del hospital de Elizabeth City.

2 comentarios:

  1. Espectaculares los 5 caps Natalia, cada vez más intrigante esta historia.

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  2. Cuanto sufrimiento!!! que aparezca ese nene yaaaa!!! Muy buenos capítulos!

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