domingo, 20 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Prólogo

Aquella tormenta sería recordada como una de las peores de la historia de Carolina del Norte. Como se produjo en 1999, los habitantes más supersticiosos del lugar la interpretaron como un fatídico presagio, el primer paso hacia el fin del mundo que se avecinaba. Otros se limitaron a mover la cabeza y a afirmar que sabían que tarde o temprano algo así tenía que ocurrir. Aquella noche se detectaron nueve tornados, que asolaron la parte oriental del estado y se llevaron por delante una treintena de hogares.


Los postes de teléfono quedaron tendidos sobre las carreteras, los transformadores ardieron sin que nadie lo pudiera evitar, centenares de árboles fueron derribados, los tres ríos principales se desbordaron y la vida de un montón de gente cambió de un solo y cruel manotazo de la madre naturaleza. Todo empezó en un abrir y cerrar de ojos: el cielo estaba gris y encapotado, pero no más de lo normal, y de repente una explosión de rayos, truenos, vientos huracanados y una cortina de lluvia cegadora surcaron el cielo de principios de verano. El frente llegó desde el noroeste y cruzó el territorio a una velocidad de sesenta kilómetros por hora. Las emisoras de radio comenzaron a emitir los avisos de emergencia al unísono, dando noticia de la violencia del fenómeno.


Los que pudieron se guarecieron en sus casas, pero aquellos a los que la tormenta pilló en la carretera, como Paula Chaves, no tuvieron donde refugiarse. Allí, envuelta en la oscuridad de la tormenta, no había mucho que pudiera hacer. En algunos lugares llovía con tanta furia que los vehículos tenían que circular a menos de diez kilómetros por hora. Paula se aferraba al volante de su coche con los nudillos blancos de la tensión y una expresión de intensa concentración en el rostro. A ratos resultaba imposible distinguir la carretera, pero detenerse representaba un riesgo aún mayor porque los conductores que la seguían no la verían pararse. Se quitó por encima de la cabeza la parte del cinturón de segundad que le cruzaba el pecho y se inclinó hacia el parabrisas en un intento de divisar las líneas de la calzada, que apenas conseguía atisbar de manera intermitente. Durante largos trechos tenía la impresión de que conducía por puro instinto. No veía absolutamente nada. La lluvia descargaba a raudales sobre el parabrisas, barriéndolo como una ola, y la sumía en la penumbra. Los faros resultaban inútiles.

Paula  quería aparcar en alguna parte, pero ¿dónde? ¿Dónde estaría a salvo? ¿En el arcén? Los otros coches iban dando bandazos, tan a ciegas como ella. Decidió rápidamente que parecía más seguro seguir circulando. Apartó la mirada de la carretera, se cercioró de la presencia de las luces rojas que la precedían y echó un rápido vistazo por el espejo retrovisor. Rezaba para que los otros conductores estuvieran haciendo lo mismo, buscando un lugar donde refugiarse. El que fuera. Entonces, con la misma rapidez con la que se había desencadenado, la tormenta amainó, y Paula pudo ver. Se le ocurrió que probablemente la había dejado atrás, y tuvo la impresión de que los demás también habían deducido lo mismo porque, a pesar de lo resbaladizo del asfalto, todos aceleraron en un intento de mantenerse por delante de la perturbación. Paula hizo lo propio y siguió el ritmo del tráfico. Diez minutos más tarde, mientras la lluvia seguía remitiendo, reparó en el indicador del depósito y se le hizo un nudo en el estómago. Estaba claro que tendría que repostar: no tenía suficiente gasolina para llegar a casa.

Los minutos pasaron. El tráfico la mantuvo alerta. Gracias a la luz de la luna había cierta claridad en el cielo. Miró el tablero de indicadores. La aguja del carburante estaba en plena zona roja. A pesar de sus deseos de correr por delante de la tempestad, aminoró la marcha con la esperanza de ahorrar combustible, con la esperanza de tener suficiente, con la esperanza de que el frente no la alcanzara. Los otros coches no tardaron en empezar a adelantarla y a cubrirla de salpicaduras contra las que el limpiaparabrisas luchaba denodadamente. A pesar de todo, mantuvo la velocidad. Transcurrieron otros diez minutos antes de que pudiera dejar escapar un suspiro de alivio: según la señal que acababa de ver, había una estación de servicio a menos de kilómetro y medio.

Puso el intermitente, entró en el carril de la derecha y salió de la autopista. Se detuvo en el primer surtidor. Lo había conseguido. No obstante, era consciente de que la tormenta le seguía los pasos y de que llegaría a esa zona en menos de un cuarto de hora. Tenía tiempo, pero el justo. Llenó el depósito tan rápidamente como pudo. Luego, ayudó a Nicolás a bajarse del coche. El chico la cogió de la mano mientras se dirigían a pagar. Ella había insistido en que lo hiciera así a causa del tránsito que había en la estación de servicio. Nicolás era demasiado bajo para alcanzar el tirador de la puerta. Nada más entrar, Paula se percató de lo abarrotado del lugar. Parecía como si todos los conductores hubieran tenido la misma idea: repostar mientras todavía pudieran hacerlo. Tomó una Coca-Cola light —la tercera del día— y rebuscó en las neveras del fondo. En una, cerca del rincón, encontró leche con sabor a fresa para Nicolás. Se estaba haciendo tarde, y a él siempre le gustaba tomar un poco de leche antes de acostarse. Con suerte, y suponiendo que pudiera mantenerse por delante del temporal, Nicolás se quedaría dormido en el camino hacia casa.

Cuando llegó a la caja tenía cuatro personas delante. Le pareció que quienes la precedían estaban impacientes y cansados, como si no pudieran entender que a esa hora hubiera tanta gente. En cierto modo era como si se hubieran olvidado de la tormenta. Sin embargo, por sus miradas se percató de que no era en absoluto así. Todos estaban nerviosos, y sus expresiones parecían decir: «¡Deprisa! ¡Hemos de salir de aquí cuanto antes!» Paula suspiró. Notó que la tensión le agarrotaba los músculos del cuello, y movió los hombros. No le sirvió de mucho. Cerró los ojos, se frotó los párpados aplicando una ligera presión y los volvió a abrir. A su espalda, oyó que una madre discutía con su hijo pequeño y se volvió. El chico debía de tener la misma edad que Nicolás, unos cuatro años y medio, más o menos. La madre lo sujetaba por el brazo y parecía igual de agotada que ella. El chico protestó dando una patada al suelo.

—¡Quiero las magdalenas! —lloriqueó.

La madre se mantuvo firme.

—He dicho que no. Ya has comido bastantes porquerías por hoy.

—¡Pero tú sí que comes!

Al cabo de un momento, Paula desvió la atención. La cola no avanzaba. ¿Por qué tardaban tanto? Se asomó para averiguar la razón. La cajera daba la impresión de estar aturdida ante la avalancha de clientes. Parecía que todos querían pagar con tarjeta. Transcurrió otro interminable minuto, y la fila menguó en uno. En ese momento, la madre y el niño estaban detrás de ella y seguían discutiendo. Paula apoyó las manos sobre los hombros de Nicolás, que estaba sorbiendo tranquilamente su leche, y no pudo evitar escuchar las voces.

—¡Va, mamá...! ¡Por favor!

—Si insistes, te llevarás un cachete. No tenemos tiempo.

—¡Pero es que tengo hambre!

—Pues haberte comido el hot dog.

—¡Es que no quería un hot dog!

La discusión continuó un rato. La cola avanzó tres personas. Paula llegó a la caja, abrió el monedero y pagó en metálico. Siempre tenía una tarjeta de crédito a mano, para los casos de emergencia, pero rara vez la usaba. A la dependienta le resultó más complicado entregarle el cambio correcto que pasar la tarjeta por el lector de bandas magnéticas, y no dejó de mirar fijamente las cifras de la máquina registradora mientras le devolvía las monedas justas. Más atrás, la disputa entre madre e hijo proseguía.

Paula , por fin, recibió su cambio, guardó el monedero y se dirigió hacia la salida. Sabía lo duro que aquel momento era para todos, así que le sonrió a la madre cuando pasó por su lado, como si le dijera: «Qué difíciles son los niños a veces, ¿verdad?» Por toda respuesta, la mujer entornó los ojos y le dijo:


—Tiene usted suerte.


Paula  la miró con curiosidad.


—¿Cómo dice?

—Digo que tiene usted suerte —repitió la mujer, señalando a Nicolás  con la cabeza—. El mío no se calla nunca.


Paula apartó la mirada con los labios fruncidos y asintió. A continuación se dio la vuelta y salió. A pesar de lo nerviosa que la había puesto la tormenta, del largo rato que llevaba conduciendo y del tiempo pasado en el centro de diagnóstico, en lo único que podía pensar era en Nicolás. Mientras caminaban hacia el coche, Paula sintió la repentina necesidad de llorar.


—No, señora —murmuró para sí—. La afortunada es usted.

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