domingo, 15 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 30

Con un gemido sordo, Pedro la levantó en brazos. Casi al instante fue consciente de la levedad de su cuerpo, la calidez de su piel y el roce de sus pechos contra el suyo. Cada poro de su piel clamaba por hacerle el amor como nunca antes ningún hombre se lo habría hecho. Quería hacer disfrutar a Paula y proporcionarle todo el placer de que fuera capaz. «No debes hacerlo, Pedro », se recriminó. «Ahora empieza a confiar en tí. No lo estropees ahora. Ella merece algo mejor».

Retrocediendo, habló con excesiva rudeza.

—Deberíamos comer algo.

Pedro  advirtió la inmovilidad de Paula. Miraba fijamente la hilera de botones de su camisa como si fuera la primera vez que veía algo parecido.

—Sí —dijo con mucha educación—. Tienes razón, desde luego.

—Si no paramos, sabes lo que ocurrirá.

—Sí —respondió con un hilo de voz estremecido.

En esos momentos, Pedro solo podía experimentar ternura. Una sensación totalmente nueva para él, que ni siquiera Mariana había logrado despertar en sus primeros días de relación. Con Mariana siempre había existido cierta frialdad. Nunca se había entregado del todo. Solo más tarde se había preguntado si esa reserva era parte de su encanto. El hecho de que nunca hubiera podido llegar al fondo de su corazón, por mucho que lo intentase.

«Corre» pensó. «Corre para salvar tu vida, amigo. Porque si le haces el amor, ya nunca serás el mismo. Lo sabes. Y tal vez ella también lo sepa. No quieres comprometerte. Lo juraste hace años».

Pedro se alejó de ella y soltó su mano.

—Sara me matará si no probamos la cena que nos ha preparado —dijo casi con ingenuidad—. No la has visto en pie de guerra. No hay muchas cosas que me asusten, pero puedo asegurarte que ella sí.

—¿Te doy miedo, Pedro? —preguntó Paula.

De entre todo lo que podía preguntarle, nada tan difícil como aquello. Había renunciado a demasiadas cosas por culpa de esa estúpida promesa. Pero eso era todo lo que Paula Chaves obtendría. «No quiero más compromisos. No, señora». Definitivamente, eso no formaba parte de su plan de juego.

—Aparte de Sara, no me dejo asustar por ninguna otra mujer.

Paula pestañeó. Levantó la barbilla. El arrojo que demostraba estaba destrozándolo.

—Entiendo —dijo Paula—. ¿Qué hay para cenar? ¿Isabella ya se ha ido a la cama? No ha vuelto a tener pesadillas, ¿verdad? Fue una buena idea traerla aquí. Se nota que le encanta. Y no me extraña. Es precioso.

Paula no era una mujer habladora. Pedro también había notado que estar en silencio no la incomodaba. Había aprendido muchas cosas sobre ella.

—Sopa fría de calabaza —dijo señalando con el dedo—. Ensalada marinera, plátano, gambas al curry, cerdo en salsa criolla… ¿Quieres que siga?

—Todo tiene una pinta buenísima.

Pedro recordaría siempre la siguiente hora como una de las peores de su vida. Paula y él eran insoportablemente amables el uno con el otro, hablando de temas totalmente impersonales y comiendo como si lo único importante fuera agradar a Sara. Pero finalmente acabaron con el postre de mango, cocinado con sirope de jengibre, y habían tomado café en el juego de porcelana china.

—Creo que voy a retirarme, Pedro—dijo Paula con un bostezo fingido—. Nos espera un día muy duro mañana.

—Que descanses —respondió Pedro con el toque justo de frialdad y la siguió con la mirada. Un momento más tarde escuchó la puerta al cerrarse y solo entonces soltó la respiración en un prolongado suspiro.

«Eres estúpido, Pedro. Tuviste tu oportunidad y la has dejado escapar. Podías haberte acostado con ella y habértela quitado de la cabeza».

Pedro escuchó una vocecita en su cabeza. «¿Crees sinceramente que una noche con Paula bastaría? Entonces sí que eres estúpido»

«Olvídalo. Solo es una mujer. Y no estás enamorado de ella, ni de cerca».

«Quieres que enumere todas sus virtudes? ¿Desde el coraje hasta la pasión?»

«Ya basta», pensó Pedro hastiado. Se levantó de la mesa y llevó las sobras a la cocina. Guardó todo en la nevera. Apagó las velas. Fue a ver a Isabella, que dormía profundamente. No se oía nada en la habitación de Paula. Maldiciéndose, Pedro entró en su cuarto. Se dio una ducha fría, que no produjo el efecto deseado y se quedó en calzoncillos. Tomó una serie de artículos que hacía semanas que quería leer y procuró concentrarse en la lectura.

Mariana nunca había dormido en esa cama. Había preferido las islas de moda en las que reunía la jet-set, rodeada de casinos y locales nocturnos. Y no isla Dominica, con sus pacíficas playas y su pequeña capital dormida. Paula era la única mujer que había llevado.

No quería pensar en ella. Al día siguiente la dejaría en su apartamento y eso sería el final. Afortunadamente, Isabella le había obligado a mantener la guardia. No necesitaba complicarse más. Apretando los dientes, Pedro buscó una pluma y empezó a tomar notas.

Dos horas más tarde, Pedro había conseguido un nivel de concentración suficiente para leer en un artículo sobre la subida del precio del fuel. Con el ceño fruncido, no tardó en enumerar las claves del razonamiento que exponía el autor. De pronto, un agudo grito de terror surcó el aire, rasgando la quietud de la noche. La pluma resbaló entre sus dedos y Pedro levantó la cabeza como un animal al sentir el peligro.

Isabella. Otra pesadilla.

Sin tiempo para vestirse, Pedro saltó de la cama y corrió por el pasillo hacia la habitación de Isabella. Pero en cuanto entró por la puerta, descubrió a Isabella durmiendo plácidamente junto a su peluche.

No había gritado Isabella. Tenía que tratarse de Paula.

No se molestó en llamar a la puerta. La abrió de un empujón y la puerta rebotó a su espalda.

—Paula, ¿qué pasa?

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