domingo, 15 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 29

Pedro estaba mirando en dirección a la playa en sombras por encima del alféizar cubierto de orquídeas. Esa noche, la ciudad estaba de fiesta. Sara y su ayudante tenían el resto de la noche libre. La cena consistía en un bufé frío, servido en un aparador de caoba. «Una noche perfecta para la seducción», pensó Pedro violentamente. Isabella estaba dormida. Una seducción que no iba a tener lugar. Solo tenía que mantener su palabra una noche más y volvería a casa libre.

¿Acaso dejaría de pensar en ella por el simple hecho de no verla? ¿Eso funcionaría con Paula? No estaba seguro. Pero valía la pena intentarlo.

¿Qué otra posibilidad le quedaba?

El rumor de unos pasos cruzó por el suelo. Alertado de la presencia de Paula, Pedro se dio la vuelta. La sonrisa de bienvenida se congeló en su rostro. Por espacio de varios segundos se quedó mudo. Entonces se levantó y bordeó la mesa hasta detenerse a tan solo unos centímetros de ella, recorriendo todo su cuerpo de la cabeza a los pies con la mirada. Los brazos desnudos y el cuello de cisne. Las curvas de su cuerpo enmarcadas en oro. El suave balanceo de las caderas. Solo cuando sus miradas se encontraron, Pedro comprendió que Paula estaba paralizada por el miedo, hecha un manojo de nervios y totalmente rígida. Tenía la expresión de una mujer que sabía que cualquier sitio era preferible a estar allí.

Pedro se aclaró la garganta y habló con voz algo ronca.

—Supongo que decirte que estás preciosa no tiene sentido. ¿Pero qué otra cosa puedo decir? ¡Demonios, Paula! No se me ocurre nada.

Para empeorar la situación, vio cómo las lágrimas inundaban sus ojos. A él le gustaba su carácter. Las lágrimas la desarmaron por completo. ¿Solo porque le había dicho que ella nunca lloraba? Pedro se moría por abrazarla y ofrecer un poco de consuelo, pero si lo hacía rompería su promesa. No se movió, con los brazos pegados al cuerpo. Había hecho esa promesa sin pensar en las consecuencias y con el único fin de que Paula aceptara el viaje. «Una promesa con trampa», pensó con severidad. Pero, de algún modo, en estos días había adquirido peso. Tenía que mantenerla. Por el bien de los dos. Aunque no entendiera la razón. Ni quería entenderla.

Paula lo estaba mirando, pero su expresión no dejaba translucir nada. Respiró hondo y soltó el aire despacio antes de tomar su mano entre las suyas y posarla sobre su hombro.

—Ahora me has puesto la mano encima. ¿Qué opinas?

El corazón le golpeaba el pecho como un tambor. Paula le estaba liberando de su promesa. ¿Qué otro significado podía tener aquello?

—Paula, ¿estás segura? —preguntó Pedro.

—No. Puede. Oh, no lo sé.
Una vez más, su sinceridad lo descentró. Con el paso de los años, había comprendido que Mariana nunca le había mentido intencionadamente. Sencillamente, adaptaba la verdad para que encajara con las necesidades de cada momento. Al principio, perdidamente enamorado, había pasado por alto esto. Más tarde, con el tiempo, había dejado de confiar en ella. Y había llegado a la conclusión de que la verdad era la base para cualquier relación.

—Siempre dices la verdad, Paula—dijo con torpeza—. Lo sueltas, lo escupes sin más. Porque es así como vives tu vida.

—No hay sitio para las mentiras cuando estás buscando a un niño perdido entre las llamas de un incendio.

Pedro se estremeció. Entonces, con una voz que le costó reconocer, preguntó lo obvio.

—¿Por qué has puesto mi mano en tu hombro?

—¿Por qué llevo este vestido?

—¿Dos preguntas sin respuesta?

—Has mantenido tu palabra. Me he dado cuenta. Quizá esa sea la razón.

—Sí… esa estúpida razón ha cobrado sentido, no sé cómo.

Paula  notó que había perdido el control. Pedro sintió que Paula empequeñecía entre sus dedos.

—Supongo que podría alegar locura transitoria —vaciló—. Quizás sea lo único que tiene sentido de todo esto.

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