domingo, 15 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 32

Pedro estaba listo. Atrapada en el ritmo salvaje de su cuerpo, arrastrado por la pasión hasta el punto de perder de vista la expresión extasiada de Paula, Pedro gritó su nombre sin desmayo. Entonces notó el cuerpo de Paula  latiendo a su mismo ritmo, sus gritos confundiéndose con los suyos. Fusionados, entregados, compenetrados hasta un punto totalmente desconocido para él, Pedro alcanzó el orgasmo y vacío toda su virilidad. Y se preguntó si alguna vez estarían separados del todo.

Pedro apoyó la frente en el hombro de Paula. Respiraba con dificultad y el corazón parecía querer escapar de su pecho. Se agarró a ella como si fuera él quien se estuviera ahogando.

—¿Estás bien, Pedro? —preguntó con suma dulzura.

¿Cómo se suponía que debía responder a una pregunta como esa? Acababa de alcanzar un estado completamente nuevo, después de hacer el amor con ella sin premeditación.

—Una pregunta espinosa —dijo en un murmullo—. Seguro que tú conoces la respuesta.

—Me basta con un sencillo sí o no —respondió en voz baja.

Pedro levantó la vista, alertado por el tono de su voz.

—¿Y tú? ¿Estás bien?

—Me siento —Paula dudó, pero enseguida retomó el hilo—. Me siento casi como una virgen y esta hubiera sido mi primera vez… supongo que no tengo palabras para expresarlo, Pedro.

Paula se retiró con la mano el pelo de la frente empapada en sudor. Pedro notó una fuerte y repentina opresión en el pecho al comprobar que Paula estaba temblando.

Pedro tomó su mano en la suya y la besó uno a uno los nudillos.

—Entonces, es mejor que guardemos silencio.

Pedro atrajo hacia sí a Paula, que descansó la cabeza sobre su hombro. Cerró los ojos. Poco a poco, Pedro notó cómo recuperaba el control sobre su cuerpo. Él tampoco tenía palabras. Era un rasgo que, al fin y al cabo, lo humanizaba. No quería decir cosas, propias de la excitación del momento, que más tarde hubiera tenido que rectificar. Las mujeres siempre te tomaban la palabra. Y no quería comprometerse. Desea vivir en libertad y ser independiente. Así era como había vivido desde su divorcio. El hecho de que una mujer deslumbrante que saciaba todos sus apetitos hubiera irrumpido en su vida no tenía porqué significar un cambio.

Pedro  hundió la cara en el cuello de Paula.

—Eres toda una mujer, Paula Chaves.

No pasó ni un segundo antes de que Paula respondiera con cierta coquetería.

—Vaya, gracias. Tú también eres todo un tipo.

—Voy a fundar una sociedad para la protección de los lagartos.

Pedro no pudo contener la risa.

—Estupendo —dijo.

Pedro la rodeó con sus brazos y comprendió que todavía la deseaba. Existían mil formas diferentes de hacerle el amor que aún no habían probado y tan solo pensar en ello lo excitaba. ¿Sacarla de su vida? Debía estar bromeando. «Puede que, al final, ese lagarto me haya hecho un flaco favor», pensó con amargura. Si hubiera sido inteligente, no habría roto la promesa.

—¿En qué piensas? —susurró Paula.

La expresión de Paula revelaba cierta inquietud. Pedro se sintió molesto. «Al infierno tanta precaución», pensó. La felicidad de Paula era mucho más importante que unas pocas dudas engorrosas. ¿Por qué lo asustaba tanto el compromiso? Ni siquiera habían hablado de eso. Además, ¿No había conseguido siempre todo lo que quería?

—¿No sabes lo que estoy pensando? —preguntó Pedro y se acercó a ella—. La verdad es que mis pensamientos no van en esa dirección. ¿Te gustaría repetir?

—Supongo que podrías convencerme —Paula rió traviesa.

—Bien —admitió Pedro, y se entregó de lleno, haciendo de gala todos sus recursos.

Pero Pedro no había contado con el entusiasmo de Paula. Tanta generosidad por su parte lo pusieron al rojo vivo. Imágenes de Paula desfilaban por su cabeza. La plenitud de los pechos que él devoraba a besos. La firmeza de los muslos rodeando su cintura. La línea de la espalda y el asombro en los ojos como esmeraldas mientras acariciaba cada pulgada de su cuerpo. Pedro grababa todas estas impresiones en su mente en lugar de las buenas intenciones iniciales. Ella le pertenecía a él y solo a él. Fue su último pensamiento antes de verse arrastrado por ella, entre convulsiones, al abismo liberador de sus tensiones.

Pedro se sintió sobrepasado por las sensaciones estrictamente físicas. Sabía que afloraban en él, a su pesar, unas emociones intensas. La ternura y el afán de protegerla se mezclaban con el miedo. Pedro la abrazó y se preguntó cómo podría despedirse de ella al día siguiente. ¿Decirle adiós? «En todo caso, darle la bienvenida», se dijo asustado. ¿Con qué frecuencia un hombre y una mujer se compenetraban con tanta perfección? ¿Cada cuánto se saciaban tan plenamente los deseos y las necesidades?

Tenía que marcharse.

Pero Paula descansaba sobre su pecho y la melena negra cubría en abanico todo su cuerpo. Podía notar en el vientre el latido acelerado de su corazón, la respiración cálida sobre su piel. ¿Qué podía hacer? ¿Decirle que tenía que marcharse porque estaba aterrorizado? Ya no era ningún niño. No debería estar asustado de una mujer. Además, él no se asustaba fácilmente.

Pedro siguió sin moverse y notó cómo, lentamente, la respiración de Paula alcanzaba el suave ritmo del sueño. La decisión estaba clara. Se quedaría con ella.

¿Iba a separarse de ella al día siguiente? ¿Era eso lo que quería? Si fuera inteligente, eso sería lo correcto. No quería compromisos. Y sospechaba que Paula era una mujer mucho más conservadora.

Punto muerto.

¿Quería hacerla daño? Desde luego que no. ¿O era demasiado tarde? ¿Debería terminar ahora y evitar males mayores?

No podía dejarla en la puerta del apartamento y recuperar su vida de hombre soltero fingiendo que esa noche no había tenido lugar. «Este es el precio por romper una promesa», pensó cáustico. Y de pronto recordó la proposición que aún no le había mencionado a Paula. En principio, era por el bien de Isabella. Pero en realidad lo implicaba a él directamente.

Recordó con dolorosa claridad como Paula se había ofrecido abiertamente, regalándole todos los dones de su cuerpo como una ofrenda. ¿Iba a rechazar semejante regalo de plano? Pedro suspiró largamente. En el mundo de los negocios, se lo conocía por tomar decisiones en cuestión de segundos. Pero en lo referente a Paula, las dudas lo carcomían.

«Guarda tu propuesta para tí, Pedro Alfonso. Decir adiós no cuesta tanto».

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