viernes, 13 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 23

Anochecía. Pedro estaba acostando a Isabella. Paula, sentada en la terraza cubierta que daba al mar contemplaba la magnífica puesta de sol. Las primeras estrellas afloraban en un cielo de terciopelo. Las palomas habían cesado en sus arrullos. Y la oscuridad había engullido los matices anaranjados de las buganvillas que trepaban por el alféizar. ¿Cuándo había sido la última vez que había podido relajarse en un lugar tan deslumbrante, tan lujoso? Nunca.

Había abandonado su rutina diaria desde el preciso instante en que había subido a la limusina de Pedro estacionada frente a su apartamento. El chófer de uniforme. El impecable jet privado en la pista de despegue, identificado con una de las marcas de la compañía aérea de Pedro. Y por fin, horas más tarde, la llegada a la villa en la costa este de Dominica. Un terreno arbolado que daba paso a un amplio bungalow exquisitamente construido con materiales autóctonos. El interior, pintado en tonos pastel y abierto a la brisa marina. Había flores por todas partes, hibiscos y orquídeas. Una comida deliciosa que Paula no tenía que preparar ni preocuparse por recoger. Era como estar viviendo un sueño, como si nada de todo aquello fuera real.

Pedro, hasta el momento, había sido el compañero ideal. Con mucha discreción se había asegurado que a Paula no le faltara nada. Y no había intentado nada con ella. Estaba cumpliendo su promesa. Una ligera brisa agitó las hojas de las palmeras cuyas hojas, al chocar, sonaban como el roce del tafetán al caminar. Paula se estiró cómodamente en la tumbona de madera de teca. Al hacerlo, notó el tacto de la seda de los amplios pantalones color crema en los muslos; la blusa también era de seda, de un amarillo pajizo. Un conjunto que Pedro había elegido y pagado para ella.

Debería acostarse antes de que él volviera. Sería una medida de precaución, por si Pedro decidía romper su promesa y seducirla en ese paradisíaco paraje. Paula entrecerró los ojos. Podía confiar en él. Hacerla el amor en contra de su voluntad no sería la mejor manera de agradecerle que salvara la vida de Isabella.

Estaba demasiado dormida para preocuparse, demasiado cansada para recordar cómo había caído en sus brazos, igual que la fruta madura. Paula cerro los ojos. El suave murmullo de las olas despejó cualquier miedo de su cabeza. Su respiración se sosegó hasta hacerse profunda.

Diez minutos después, Pedro salió a la terraza. Se llegaba desde el amplio cenador, circundado por macizos de orquídeas blancas y malvas; y conducía hasta la piscina y la playa. De ese modo, la casa y el mar estaban unidos de un modo que agradaba mucho a Pedro. De pronto, se paró en seco.

Paula se había dormido.

La luz dorada del cenador iluminaba parte de su rostro. Sus pechos bajaban y subían rítmicamente con su respiración. Creyó ver una sombra azulada bajo los párpados cerrados. Eso lo sobresaltó. Excepto Mariana, no había permitido que ninguna otra mujer lo afectara emocionalmente. No tenía ni tiempo, ni necesidad, ni ganas.

Sus pensamientos no lo detuvieron. Tenía exactamente lo que quería. Paula estaba con ellos en su querido retiro dominicano. Durante cuatro noches. Pero cuando trataba de persuadirla, en el departamento de Paula, había prometido que no la seduciría. ¡Qué demonios! ¿Por qué, si no, la habría invitado a venir?

¿Por qué? Por agradecimiento, desde luego. Pero incluso una razón tan poderosa palidecía frente al irrefrenable deseo de poseerla que lo quemaba por dentro. Quería hacerla suya del modo más salvaje.

Lujuria. De eso se trataba. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado con una mujer. Y, desde luego, no estaba enamorado de ella.

Se había enamorado una sola vez, a los veintitrés años, de Mariana. Recordaba la primera vez que la vio con total claridad. Salía de la oficina en Manhattan, donde acababa de jugarse todo su futuro a una carta en la compra de cuatro aviones Boeing 737. La negociación le había llevado a un punto de máxima excitación. Había cruzado la calle con la atención puesta en una pequeña multitud arracimada en torno a una sesión de fotos. Entonces la había visto. Una criatura exquisita de pelo rubio y liso, recogido en un moño, y los ojos azules como el mar. Lucía un abrigo de visón. Y un juego de pendientes y collar de diamantes. Sus miradas se habían cruzado y supo, desde ese mismo instante, que se casaría con ella.

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