sábado, 21 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 46

—Nunca te das por vencida, ¿verdad? —replicó Pedro con desagrado—. Vaya donde vaya, siempre tengo un cortejo de mujeres a mí alrededor. Todas con el símbolo del dinero grabado en la mirada. No digo que no haya tenido alguna aventura desde la separación porque mentiría. Pero ya te he dicho que mientras estuvimos casados, le fui fiel.

Paula se preguntó con cuál de aquellas mujeres habría estado Pedro y sintió un repentino odio hacia todas ellas.

—No sabía que hubieras crecido en la pobreza.

—No es algo de lo que me avergüence. Pero tampoco lo anunció a bombo y platillo.

—¿Tus padres todavía viven?

—Nunca llegué a conocer a mi padre —dijo con la voz entrecortada—. Se marchó antes de que yo naciera. Mi madre murió de inanición cuando tenía cinco años.

—Entonces eras más pequeño que Isabella—susurró Paula espantada.

—No quiero que sientas lástima.

—¿Qué pasó después? —preguntó.

—Fui al orfanato. Pudo haber sido mejor. Siempre supe que un día me largaría de allí y no volvería jamás. No sé por qué te cuento todo esto. Nunca hablo de ello.

Pedro seguía apoyado en ella y sus ojos eran como dos fragmentos de pizarra.

—¿Me crees, Paula, cuando te digo que siempre le fui fiel a Mariana?

Paula vaciló más de la cuenta. Pedro habló con renovada amargura.

—Tendrás que decidirte, Paula. Puedes creerla a ella o puedes creerme a mí. Mientras te decides, pienso mantener la promesa que te hice antes de ir a Dominica. Y esta vez pienso cumplirla, hagas lo que hagas.

—Eres tan arrogante que das por hecho que intentaré algo.

—Sí, en efecto.

—¿Sabes? He aprendido un buen puñado de tacos en el camión de bomberos en estos últimos diez años, pero ninguno haría justicia a lo que siento ahora mismo.

Pedro se alejó dando un paso atrás.

—Entonces será mejor que te acuestes.

—Espero que duermas bien —dijo con dulzura.

—Quizás quieras comprarte un camisón nuevo con el dinero que te pago.

La rabia y la ironía guardaban un delicado equilibrio. Muy a su pesar, Paula notó que vencía la ironía.

—Ni hablar —señaló—. Tengo este camisón desde los diecisiete años.

Pedro la miró de arriba abajo, desde el cuello algo desgastado hasta el volante deshilachado de la cadera.

—Muy sexy.

—Le tengo mucho cariño —dijo Paula arrugando la nariz—. Igual que isabella con su peluche.

—Con él puesto, pareces una chica de diecisiete años.

—¿En serio? Pues más razón para que me lo quede.

—Desgraciadamente no es un elemento disuasorio. Todavía quiero besarte hasta perder el sentido.

—No puedes. Lo has prometido —recordó Paula sin aliento.

—Vete a la cama, Paula. Ahora. Es una orden.

No era el momento de recordar cómo se había entregado a él bajo el cielo aterciopelado del Caribe. A punto de tropezar con los bajos del camisón, Paula corrió hasta su habitación, se metió en la cama y se cubrió entera con la colcha. Por fin estaba acostada. Y estaba sola. Aunque cada partícula de su cuerpo anhelaba estar junto a Pedro.

Para que eso ocurriera, tenía que tomar partido por uno de los dos. O bien Pedro, el hombre con el que había hecho el amor. O bien Mariana, su adorada prima.

Pedro, Isabella y Paula pasaron el domingo divirtiéndose en la ladera de Mont-Royal, tirándose en trineo. Desde allí se divisaba una vista panorámica de los rascacielos de la ciudad y el curso del río St. Lawrence. Paula, sin dejar que se notara mucho, solo participó en los juegos más inofensivos. Mientras tanto, padre e hija hacían carreras de saltos y volcaban continuamente. Emmy tenía muy buen color a causa del frío y la diversión. Pedro parecía tan joven y lleno de vida que Paula tenía que apartar los ojos de él. Procuraba ocultar como fuera su embarazo, consciente de que si Pedro la miraba podría adivinar su secreto. Pero, en cierto modo, le dolía verlo disfrutar tanto en compañía de su hija. No podía huir y ocultarlo que era padre de dos criaturas.

Cuando regresaron a casa, se dirigieron a la entrada de servicio. Estaban empapados e Isabella empezó a tirar bolas de nieve contra su padre y contra Paula, que no tardó en responder al ataque. Agachada para evitar una gran bola de nieve de Pedro, Paula tropezó y cayó de espaldas en un profundo y blando banco de nieve virgen. Podía sentir las minúsculas partículas de hielo deslizándose por sus mejillas y el cuello. De pronto, Isabella la atacó y se sentó a horcajadas sobre ella, metiéndola más nieve entre la ropa.

—Está fría Isabella, haz el favor de parar —acertó a decir Paula entre risas—. Esta noche te leeré todos los cuentos que quieras, lo prometo.

Isabella se llenó los guantes de nieve por última vez y la dejó caer sobre sus mejillas.

—Eres muy guapa —dijo espontáneamente—, me alegro de que vivas con nosotros. Me gustas mucho.

—Gracias, Isabella—dijo Paula con absoluta seriedad—. Tú también me gustas. Muchísimo.

—Eso es bueno —respondió la niña—. Papá, ¿podemos tomar un chocolate caliente?

—Supongo que podremos arreglarlo —dijo Pedro alargando las palabras.

Y acto seguido ayudó a levantarse a Paula, sujetándola con ambas manos, de tal modo que por un momento estuvieron tan juntos que casi podían tocarse.

—Tienes razón, Isabella. Paula está muy guapa.

Notaba su mirada sobre sus labios y casi podía sentir el calor de su aliento.

—Tengo la espalda mojada —dijo Paula con la voz apagada—. Quiero tres tostadas con mi chocolate.

—Eres una mujer insaciable —apuntó Pedro y la dejó ir.

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