domingo, 15 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 33

Paula despertó al arrullo de las palomas, posadas en los árboles tropicales del jardín. Instintivamente, buscó a Pedro. Pero no encontró más que las sábanas revueltas y una almohada. Abrió los ojos de par en par. «Estoy sola» pensó con extrañeza. Estaba sola y completamente desnuda. Su piel la recordaba el olor de Pedro y su cuerpo reflejaba una encantadora languidez. No había soñado que hacían el amor. Había sido real, maravillosa y apasionadamente real.

¿Dónde estaba Pedro?

La respuesta era Isabella. No podía arriesgarse a que su hija lo descubriera acostado con ella. Pero. ¿No podía haberla despertado para decírselo? ¿Abrazarla y besarla antes de abandonarla?

El camisón seguía tirado en el suelo y brillaba en contraste con las baldosas. Un montón de recuerdos inundó su mente. Había tenido que viajar a una pequeña isla tropical para descubrir lo fascinante y asombrosamente intenso que podía resultar hacer el amor. Y había tenido que ser Pedro quien se lo enseñara.

Igual que si un lagarto le hubiera clavado las garras en la cara, Paula quedó paralizada por una visión. ¿Por qué no iba a ser Pedro un maestro en la cama? Tenía mucha experiencia. Había tenido amantes de mucha categoría que pertenecían a su círculo. Ella, seguramente, le había parecido ingenua y torpe.

¿Qué era lo que la había dicho Mariana en la parte de atrás de la casa de Outremont, en una de sus escasas visitas después de su divorcio?

—Desde luego, hay que admitir que las mujeres se le tiran al cuello. No puedes culparlo por eso, solo acepta lo que le ofrecen. Al fin y al cabo, es humano.

En aquella ocasión, Paula había creído que Mariana se mostraba demasiado comprensiva. Ahora, avergonzada, notó cómo se ruborizaba. La noche anterior ella se había echado en sus brazos. Pedro había tenido la calma necesaria para rechazarla. Pero más tarde, en la habitación, había terminado por aceptar sus insinuaciones. ¿Y quién podía culparlo por eso?

Paula había pasado a engrosar la lista de sus mujeres. Se había rebajado ante sus propios ojos. ¿Cómo podía haber actuado así? Si no lo hubiera besado con tanta devoción, si no se hubiera rendido ante sus brazos con la misma facilidad con que la ola se somete a la orilla, entonces él la habría dejado sola. Habría mantenido la promesa.

No podía soportar sus propios razonamientos. Saltó fuera de la cama, guardó el camisón debajo de la almohada y entró en el baño. Abrió el grifo del agua caliente y se duchó con un gel aromatizado, frotándose todo el cuerpo con rabia para quitarse el olor de Pedro.

Se vistió con una llamativa falda de algodón y una blusa a cuadros que todavía no había estrenado. Salió al amplio y luminoso vestíbulo. No podía mostrarse dubitativa o estaría perdida. Entró en el comedor con la mejor de sus sonrisas.

—Buenos días, Pedro… ¿dónde está Isabella? —preguntó sin esperar respuesta—. ¡Vaya, más papaya! ¿Esos croissants son recientes?

Paula, de espaldas a Pedro, se sirvió una taza de café.

—Isabella está en la playa con Sara y su marido —replicó Pedro—. ¿Has dormido bien?

Parecía muy seguro de sí mismo, tranquilo y relajado. Era como si no hubiera ocurrido nada. Paula se encaró con él.

—¿A qué hora te has ido de la habitación?

—Sobre las cinco de la madrugada. No sabía cuándo se despertaría Isabella.

—Nunca debimos…

—Pero lo hicimos, Paula —recordó Pedro con cierta severidad—. La pregunta es, ¿y ahora qué?

—Me llevas a casa y nos despedimos.

—¿Y ya está?

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

Pedro dudó apenas un momento.

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