miércoles, 11 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 21

Antes de que pudiera responder, Paula bajó del coche y corrió hasta la entrada. En el momento en que abrió el portal, David ya se había marchado. Paula subió corriendo las escaleras, abrió la puerta de su apartamento y, apoyada contra la puerta, se dejó caer. Había herido a David. Le había hecho mucho daño. ¿Qué problema tenía? Ni siquiera podía corresponder a un buen hombre en quien se podía confiar. Sin embargo, otro hombre que había manipulado a su antojo a sus seres queridos, como si fueran piezas en un tablero de ajedrez, había encendido toda su pasión.
No tenía sentido. Ningún sentido.
A la mañana siguiente, el cielo había amanecido cubierto y la previsión del tiempo anunciaba nieve y granizo. A la débil luz de la mañana, un hecho parecía claro: seguramente había perdido a David para siempre. Y eso dolía mucho.
«Una razón más para dejar el trabajo», pensó. El único detalle positivo del día era que el dolor en su hombro había remitido. Ya no tenía un aspecto tan desagradable. Llamó a un par de amigos para ver si estaban libres para comer. Después, se fue de compras. Cuando las cosas se ponían feas, nada mejor que salir de tiendas. Era una fórmula que siempre le había funcionado. Mejor que una aspirina.
Después de la ducha. Paula se puso un vestido rojo fucsia de lana que hacía juego con su pelo. «El fucsia es toda una declaración» pensó con una sonrisa frente al espejo. Aunque no era un color que Mariana hubiera aceptado.
El pelo, todavía húmedo, formaba una nube de rizos sobre su cabeza. Paula hojeó las ofertas de empleo del periódico. También había telefoneado al Instituto Tecnológico para informarse sobre los cursos de ayudante de veterinario. No podía quedarse sentada, lamentándose por haber perdido a David… pensar en Pedro volando hacia el sur con Isabella. Eso no tenía futuro.
Paula estaba abriendo un melón dulce para el desayuno cuando sonó el timbre. El cuchillo resbaló sobre el melón, cortándose en el dedo índice. Paula masculló algo entre dientes aguantando el dolor. Tal vez David creyera que había cambiado de opinión. Envolvió el dedo en papel y fue hasta la puerta. Pero el dedo sangraba mucho. Procuró apretar fuerte para cortar la hemorragia. Al tiempo, quitó el candado y abrió sin mirar.
—David, yo… Vaya, eres tú.
—Sí —dijo Pedro—. Soy yo. ¿Qué te ha pasado en el dedo?
—Me he cortado.
En menos de un segundo había entrado, dejado una maleta en el suelo y estaba envolviendo un pañuelo inmaculado alrededor de su dedo. Paula trató de retirarse.
—Vas a estropear el pañuelo. No vale la pena.
—Vamos al baño —ordenó Pedro—. Ahora me toca a mí salvarte.
—No necesito que me rescates —replicó entre dientes—. Y además, ¿Qué estás haciendo aquí?
De pronto, Pedro la miró con una sonrisa encantadora.
—¿No te lo imaginas? Vengo a secuestrarte. O, para ser más precisos, venimos. Isabella espera abajo, en la limusina. Vamos camino del aeropuerto.
—Los millonarios no secuestran a nadie. Ellos son las víctimas —respondió Paula de mal humor.
Pero accedió a ir hasta el cuarto de baño, donde Pedro no tardó en vendarle el dedo. Lo hizo de manera muy profesional. Entre tanto, Paula procuró pensar en la capa de nieve que dejaría la tormenta y el hielo del océano.
—Ya está —dijo. Después la miró detenidamente de arriba abajo—. Está claro que te gustan los colores brillantes.
Paula hizo una mueca.
—Cuando era una niña, siempre heredaba la ropa de Mariana. Los tonos pastel, que le sentaban de maravilla, a mí me hacían parecer un cachorro enfermo.
Con inesperada violencia, Pedro agarró por el pelo a Paula.
—Siempre acabamos hablando de Mariana—susurró—. Te diré algo. Eres tan diferente de ella como ese fucsia del rosa pálido.
Entonces se abalanzó sobre ella y la besó. La lengua presionaba sus labios implorando acceso.
Paula se quedó tan tiesa como un poste. Pensó en Mariana y en Isabella, durmiendo en el desván porque se sentía sola. Entonces, empujó a Pedro  con todas sus fuerzas, librándose de su ataque. ¿Cómo se atrevía a besarla? ¿Cómo podía pensar que ella estaba suspirando por él?
—Lárgate a Dominica, Pedro Alfonso—dijo furiosa—. O vete al infierno. No me importa, siempre que salgas de aquí inmediatamente.
—Vístete, Paula —respondió con una sonrisa—. Cualquier cosa irá bien. Y no olvides las gafas de sol.
—No lo entiendes, ¿verdad? No lo entiendes. No voy contigo a Dominica.
—Tienes que venir. Isabella te está esperando.
—A Isabella le importa un bledo lo que yo haga.
—Le pregunté si quería que vinieras con nosotros.
—¿Y qué dijo?
Pedro dudó un momento, recordando palabra por palabra todo lo que habían dicho. Le había preguntado si quería que Paula los acompañara.
—Si tú quieres que venga.
—Te lo pregunto a tí. ¿Te apetece?
—Tiene un pelo muy bonito —respondió Isabella evasivamente.
—Es verdad. Trabaja muy duro, Isabella, y unas vacaciones le sentarían estupendamente.
—Me gusta más que Sofía.
Pedro frunció el ceño. Había salido con Sofía, hija de un conde, lo suficiente para darse cuenta que tenía hielo en las venas y que odiaba a los niños.
—Creo que le gustas a Paula—aventuró.
Como respuesta, había recibido una de esas miradas silenciosas de Isabella, que no podía descifrar.
Regresó al presente. Paula lo miraba en la misma posición que antes. Estaba tan perdido con respecto a Paula como con su hija. Eso lo desesperaba. Había levantado un imperio partiendo de la nada, pero era incapaz de saber lo que tenía que decirle a una mujer que apenas conocía.
—No puedo decir que a Isabella le entusiasmara la idea —se oyó decir en voz alta.
—Por una vez, eres honesto —aceptó Paula secamente.
—Mereces que lo sea —contestó Pedro, con la convicción de que había dicho algo importante.
¿Qué demonios estaba pasando? Nunca le habían gustado los subterfugios, pero nunca antes había sentido con una mujer la imperiosa necesidad de decir toda la verdad. Paula parecía desconcertada. Eso le agradó. Si él estaba algo perdido, también lo estaba ella.
—No voy a ir —dijo Paula, cruzando los brazos sobre el pecho—. Isabella no lo lamentará. Y estoy segura que encontrarás a otra.
—No quiero a otra. Te quiero a tí.
—No es posible.
Pedro respiró hondo. Tomó su mano y la llevó por el pasillo hasta la entrada. Allí, abrió la bolsa de cuero que había traído con él.
—Ayer fui de compras —dijo—. Todo esto es para tí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario