viernes, 13 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 25

Claro que no iba a acostarse con Pedro. Había cometido algunos errores en su vida, pero este superaría con creces todos los demás. ¡Qué idea!

Pedro le había hecho una promesa. Ahora ella quería hacer otra. No haría absolutamente nada que pudiera incitarlo. Pensar en él como en un mueble más, si hiciera falta. Alejarse de él y no dejar que se acercara. Tenía los puños apretados. Hizo un esfuerzo para relajarse. Todo iría bien. Si podía mantener a raya a todo el cuerpo de bomberos, también podía manejar a Pedro Alfonso. Mientras tomaba esa decisión, Paula se desvistió hasta quedarse en ropa interior, se tapó hasta la barbilla y se durmió.

En la mesa del desayuno, sombreada por el emparrado del que colgaban capullos amarillo limón, Isabella dejó bien claro que quería pasar la mañana en la playa.

—Muy bien —aceptó Pedro, y añadió—. No olvides la sombrilla y un sombrero, Paula.

—Oh, creo que me quedaré en la terraza y leeré un rato.

Pedro levantó una ceja.

—Justo enfrente de mi habitación hay una librería —dijo sin denotar pasión—. Sírvete.

Paula estaba instalada en la misma tumbona de la noche anterior cuando Pedro e Isabella se fueron a la playa. Paula se quedó sin respiración cuando vio a Pedro en bañador. Paseó la mirada por su enorme espalda morena, la cintura estrecha y sus largas y fuertes piernas. «No es justo», pensó amargamente. «Ningún hombre debería tener tan buen aspecto».

Pero estaba siendo fiel a su promesa.

Muy a su pesar, Isabella decidió instalarse en el punto de mira de Paula. Eso significaba que Paula  tenía que ver la curva que dibujaba la espina dorsal de Pedro al arrodillarse junto a Isabella para ayudarla a construir un castillo de arena. Y luego, ver cómo se divertían juntos jugando con las olas. Podía haberse unido a ellos, pero no lo hizo. En cambio, tiró el libro sobre las baldosas del suelo con disgusto y fue a ponerse el bikini. Al menos, podría desahogarse en la piscina. El bikini, que había elegido Pedro. Consistía en dos retales de tela amarilla que dejaban muy poco trabajo a la imaginación. Paula se recogió la melena con una cinta para el pelo, cruzó la casa y se sumergió en la piscina rectangular. El sol arrancaba destellos turquesa del agua. Empezó nadando a braza, que era el estilo que más le convenía a su hombro herido. Poco a poco fue cambiando a crawl al sentir que sus músculos se distendían en el agua. El esfuerzo la calmó. Después de todo, podía estar en Montreal, agarrada al camión de bomberos mientras atravesaban a toda velocidad las calles heladas de la ciudad. Cualquiera cosa era mejor que eso. No a arruinar sus vacaciones por culpa de Pedro Alfonso. O por culpa de su cuerpo.

Nadó hasta el borde de la piscina y, con una voltereta bajo el agua, se impulsó con fuerza en la pared para bucear con los ojos abiertos. De pronto, el cuerpo de Isabella entró en el agua como una bola, envuelto en burbujas. Con fuerte impulso de su brazo izquierdo, Paula salió a la superficie. Pedro también estaba en la piscina y reía con sus ojos de color azul pizarra mirándola.

—Estamos jugando al escondite —dijo—. Ahora la ligas tú.

—Yo ya me salgo —farfulló.

—Agárrame si puedes —gritó Isabella.

Isabella  también se estaba riendo. No era la misma niña, presa del miedo, que había encontrado hecha un ovillo en el desván. «Dios mío, sácame de aquí», pensó, y nadó tan rápido como pudo en dirección a Isabella. Pero en el último momento, Isabella se escabulló buceando y Paula se encontró junto a Pedro.

—Apuesto a que no puedes conmigo —dijo Pedro provocativo.

—No hagas tonterías. Recuerda tu promesa.

—Tómate un descanso.

Paula suspiraba por él, pero Pedro también se le escapó, salpicándola en la cara. Con un grito de venganza, Paula fue por él, deslizándose por el agua, acorralándole en una esquina de la piscina. En el último minuto, buceó y le tocó en la rodilla, para inmediatamente sumergirse hasta el fondo. Pero Pedro buceaba a su lado, su cuerpo ondulante a través de la luz rizada por el agua. Despacio, se acercó y la besó apasionadamente en la boca. Con ojos como platos, Paula lo vio subir a la superficie.

Casi sin aliento, Paula se impulsó desde el fondo de la piscina. Estaba boqueando cuando alcanzó la superficie. En pleno frenesí, salió en persecución de Isabella. Incluso bajo el agua, le había encantado que Pedro la besara. Técnicamente, él no había roto su promesa. La había tocado con los labios, pero no la había puesto un solo dedo encima.

Veinte minutos después, los tres salían del agua.

—Ha sido divertido —dijo Paula sin aliento—. Eres una estupenda nadadora, Isabella.
Isabella la miró de igual a igual.

—Papá me enseñó —replicó, y fue a buscar una toalla.

Paula no lamentó lo que Isabella había dicho, sino el tono que había empleado. Fue como si le cerraran la puerta en las narices.

—Toma una toalla —dijo Pedro con el brazo extendido hacia ella.

El agua le goteaba de la barbilla y el vello de su cuerpo se pegaba a su piel. Todo la fascinaba: el dibujo de las costillas al respirar, el hueco en la garganta, los labios finos. La había hipnotizado, pensó Paula, y hundió la cara en la toalla que Pedro le ofrecía. Tenía que alejarse de él.

Sara, la cocinera, había preparado zumo de guayaba y un plato con piña asada. Había dispuesto la mesa de teca junto a la caseta de la piscina, bajo una enorme sombrilla de playa. También daban sombra las palmeras. Paula se cubrió con un albornoz amarillo y se sentó. Estaba muerta de hambre y el hombro ya casi no le dolía. Sentados a la mesa, Pedro narró algunas de las anécdotas más divertidas que había vivido en los primeros años como director de la compañía aérea. Para no ser menos. Paula contó algunas de sus experiencias rescatando gatos de los árboles. Y en todo momento. Paula fue consciente de  que Pedro no le quitaba los ojos de encima. Lo hacía con mucha discreción. Estaba segura que Isabella no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Pero ella sí. Sintió como Pedro la desnudaba con la mirada. Sus ojos se posaban en cada parte de su cuerpo con la misma corporeidad con que sus dedos recorrerían todo su cuerpo.

Aún no la había tocado. Pero la estaba seduciendo. Terminó de comer y apuró el zumo.

—Voy a echarme la siesta —dijo con una sonrisa—. Los veré más tarde.

—Que duermas bien —deseó Pedro.

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