domingo, 15 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 28

—Solo un beso de buenas noches.

Notó cómo los pezones se marcaban en la blusa de seda. Todo su cuerpo ardía.

—No juegues conmigo —imploró—. No estamos en igualdad de condiciones.

—Te he besado porque quería hacerlo. Y tú te has quedado porque has querido. Admítelo, Paula.

Pedro la perforaba con la mirada.

—¿Querer? —chilló—. No tenía elección.

Con un grito de rabia, dio media vuelta y corrió hasta su habitación. Cerró la puerta y puso una silla de caña encajada bajo la cerradura. Un truco que no impediría entrar a Pedro si estaba dispuesto, pero que al menos la hizo sentirse algo mejor. «Un solo beso y pierdo la cabeza», pensó con desesperación. Nunca había actuado con un hombre de la forma en que estaba haciéndolo con Pedro.

Ahora comprendía por qué nunca se había acostado con David. Años atrás, nada más ingresar en el cuerpo de bomberos, se había enamorado de un compañero de otro distrito. Habían tenido una aventura breve. No había disfrutado mucho en la cama, pese a ser una mujer con muy poca experiencia. Rompieron en el momento en que él descubrió que, pese a vivir en la vieja casona de Outremont, no había ninguna fortuna familiar. El desenlace hubiera sido absurdo, de no ser porque fue humillante y doloroso.

En los años que siguieron, tuvo citas ocasionales con diversos hombres. Pero, antes o después, todos perdían el interés a causa de un trabajo tan peligroso, tan exigente y con unos horarios tan duros. Pero no le importaba. Toda esa experiencia había minado su confianza y no le resultaba fácil recuperarla.

«Puedo seguir así», pensó con orgullo. Su encuentro con Pedro no había cambiado nada. Aunque eso no era del todo cierto, fue suficiente para que Paula pudiera dormir.

Al día siguiente Paula, Pedro e Isabella se tomaron el día libre. Fueron a Roscau, la capital de Dominica, donde compraron algo de artesanía. Luego caminaron hasta las cataratas de Trafalgar y se bañaron la piscina natural formada a sus pies. Llegaron a casa justo para la cena. Paula  se acostó temprano. Esa noche no jugaron al ajedrez. No se besaron bajo un cielo estrellado. No hubo ninguna proposición.

En su último día, pasearon por el parque nacional, situado al norte de la isla. Paula adoraba la selva tropical, tan tupida, tan verde, tan umbrosa. Olía a humedad y a vida, y los pájaros de alegres colores que revoloteaban sobre su cabeza la tenían subyugada.

Pedro llevó a hombros a Isabella la mayor parte del tiempo. Paula sabía que Isabella no había vuelto a tener pesadillas desde que estaban en la isla. Si Mariana estaba equivocada acerca de las aptitudes de Pedro como padre, quizás también la había engañado al contarle otras cosas sobre él.

Esta idea era nueva para Paula. También había aprendido otra cosa: Pedro era capaz de cumplir una promesa. No le había puesto la mano encima en estos dos últimos días. De hecho, se estaba comportando de un modo tan reservado que casi parecía irreal. Eso debería haber sido un alivio para ella. Sin embargo, no lo era. Al contrario, el descuido con que se dirigía a ella la irritaba. Tal vez Pedro hubiera decidido que no valía la pena tomarse más molestias. Al fin y al cabo, el mundo estaba repleto de mujeres que se habrían acostado con él a la menor insinuación.

Una cosa estaba clara: Pedro había hecho una promesa y pensaba cumplirla.

Sea cual fuera la razón.

Cuando regresaron a la villa, Pedro mandó a Isabella a  la cama con la cena en una bandeja. Pese a que la niña se había mostrado muy educada con ella estos tres días, Paula había notado como a veces Isabella se la quedaba mirando, como si quisiera sondearla. Todavía no se sentía más cerca de Isabella que cuando habían salido. ¿Qué le habría contado Pedro acerca de la custodia? Tal vez la hubiera hecho ver que, de algún modo, Mariana no la quería. O tal vez, simplemente, hubieran pasado tantas mujeres por la vida de Pedro que no le diera mayor importancia.

Era su última cena en la isla. Al día siguiente volarían de vuelta al invierno de Montreal y a la rutina diaria. Volvería a su turno en la estación de bomberos. Los moretones habían desaparecido bajo un cuidado bronceado. Estaba suficientemente recuperada para volver al trabajo. Una perspectiva nada atrayente.

Abrió el armario de su habitación. El vestido verde jade colgaba de una percha. Aún no se lo había puesto. Acarició la tela con los dedos. Luego, lo dejó sobre la cama y pasó casi cinco minutos mirándolo, casi de la misma forma que Isabella miraba a ella. Ese vestido la había traído a la isla.

No podía irse sin ponérselo. ¿O acaso iba a repetir el mismo conjunto de cada noche?

Paula rebuscó en su maleta algo de lencería y las sandalias doradas. Se maquilló despacio, con cariño. Se pintó las uñas de los pies y eligió unos aros dorados como pendientes. Por fin se ciñó el vestido de seda al cuerpo y ajustó el cinturón dorado a la cintura.

El espejo le devolvió la imagen de una desconocida, una criatura ligera adornada por una melena rizada, en cuyos ojos se reflejaban todos los matices de un vestido que se ceñía a su cintura, a sus caderas y a sus pechos. La hacía sensual. Voluptuosa. Accesible. «Oh, Dios mío, no puedo llevar esto», pensó.

Llamaron a la puerta.

—La cena está lista, señorita.

Era la ayudante de Sara, que había venido desde Roscau.

—Enseguida voy, Melanie —gritó Paula aterrada.

Pedro  interpretaría ese gesto como la más descarada invitación. Había elegido, de forma intuitiva, un vestido por el que ella suspiraba amargamente.

Maldita sea, se pondría el vestido. Aunque entrar en el comedor requiriese más valor que hacer frente a un aviso triple. Paula se puso recta y salió de la habitación.

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