lunes, 9 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 15

—Bien —dijo con amabilidad—. Estoy muy contenta de haber sido yo quien los encontrara en el desván. Los dos fuisteis muy valientes. Creo que Plush se ha ganado un tarro de miel, si es que a tu osito le gusta la miel.
Mientras Isabella soltaba una risita, Paula le respondió sonriendo.
—Toma un poco a las once —dijo Isabella  tímidamente.
Paula parecía consternada y estaba deseando abrazar a Isabella. Pero sabía que no debía hacerlo. Era demasiado pronto.
—¿Quieres que le quitemos la máscara a Plush?
Con mucha habilidad, Isabella aflojó las correas y sacó la máscara sin dificultad.
—Prefiere estar sin nada —aseguró.
Paula rió.
—Yo también —dijo—. Reconozco que puede resultar muy útil, pero no es precisamente cómoda.
Sin ninguna formalidad, Paula empezó a desvestirse y guardar todo el equipo en la bolsa.
—Este uniforme me hace parecer tan gorda como un globo.
Paula  esperaba recibir otra de aquellas sonrisas por parte de Isabella, pero no fue así. La niña apretaba contra su pecho a Plush y parecía haberse refugiado en él. ¿Había conseguido llegar hasta ella? ¿La había ayudado de algún modo?
En ese instante, llamaron a la puerta. Una mujer mayor, algo entrada en carnes, entró con una bandeja. Vestía un delantal estampado de flores. Pedro presentó a Marina, el ama de llaves, que dedicó a Paula una penetrante mirada antes de dejar sobre la mesa la bandeja con el té y las pastas. A continuación, se retiró cerrando la puerta tras de sí. Isabella tomó un vaso de leche con una torta de avena mientras contestaba las preguntas ingenuas de Paula con exquisita educación, pero sin demasiado interés. En el curso de su trabajo, Paula había tenido que visitar colegios y siempre se le habían dado bien los niños. Pero cualesquiera que fueran sus habilidades, no estaban funcionando con Isabella. Paula se preguntó por qué le daba tanta importancia al desinterés que mostraba hacia ella aquella niña de ojos azules.
Se sintió aliviada cuando Pedro se levantó y agarró la bolsa de Paula.
—Voy a acompañar a Paula a su casa, Isabella. Marina está en la cocina. Volveré enseguida. Di adiós.
—Adiós —repitió Isabella con la mirada puesta en los zapatos de Paula—. Gracias por venir.
—Ha sido un placer —dijo Paula, tratando de infundir calidez en su respuesta—. Me alegro de haberte conocido.
Isabella no dijo nada. Paula bajó las escaleras penosamente. De pie, junto a la entrada, preguntó sin demasiada convicción:
—¿Crees que ha servido de algo?
—La verdad es que no tengo ni idea de lo que pasa por su cabeza —dijo Pedro con pena—. Pero creo que sí. Has manejado la situación con maestría. Muchas gracias, Paula… vamos, te llevaré a casa.
Paula  no quería por nada del mundo que se repitiera la escena de la mañana en su apartamento.
—Tengo que hacer algunos recados antes de ir a casa. Prefiero tomar un taxi. Además, estoy segura de que Isabella te necesita más que yo. No creo que sea buena idea que se quede sola otra vez.
—¿Crees que no me culpo por lo ocurrido? —preguntó con aspereza—. ¡Dame un respiro!
—Mariana siempre se quejaba de lo mucho que viajabas.
Pedro torció el gesto.
—Estoy convencido.
—¿Hay algún teléfono? Tengo que pedir un taxi.
—Estás deseando salir de aquí.
Era verdad; temía que él volviera a tocarla y que ese simple contacto encendiera la mecha de una pasión que la abrasaba por dentro. Pedro la agarró del brazo y todo su cuerpo se puso en tensión.
—Tengo una proposición —dijo Pedro con firmeza—. Escúchame antes de responder. Isabella tiene unos días de vacaciones. Quiero alejarla de la casa, del humo y de los trabajos de reforma. Así que nos vamos a Dominica. Tengo una casa allí. Quiero que vengas con nosotros.
—¿Yo? —chilló Paula—. ¿Te has vuelto loco?
—Nunca he estado más cuerdo —respondió Pedro bruscamente—. Tengo mis razones. En primer lugar, quisiera que estuvieras cerca por si Isabella sigue teniendo pesadillas. En segundo lugar, me permitiría agradecerte de algún modo lo que hiciste por ella. Por último, estás convaleciente y no tienes nada que hacer. Y aún podría añadir otra razón. Estamos en marzo en Montreal. ¿Quién no preferiría descansar en la playa en las Antillas?
Paula nunca había ido al sur. Nunca había descansado en una playa tropical ni se había bañado en las aguas azul turquesa del mar. Por un momento sopesó la idea de aceptar, de hacer una locura, salirse de la rutina. Era como si hubiera perdido pie. Pensaba en palmeras, frutas tropicales y unas vacaciones. Unas auténticas vacaciones alejada del tumulto, de emergencias y de tragedias, inevitablemente asociadas a su trabajo. Lejos de mujeres destrozadas por el dolor, de hogares consumidos por el fuego y de accidentes de coche en la autopista helada. Alejada de sus compañeros de trabajo, que nunca iban a aceptar que una mujer pudiera hacer su trabajo tan bien como ella, a pesar de lo mucho que se esforzaba. Estaba cansada de todo eso. Habían pasado diez años.
Unas vacaciones con Pedro.
¿Cómo podía siquiera pensar en esa posibilidad? Era ella la que había perdido los papeles.
—No puedo. Es una idea ridícula —replicó con fingida indiferencia.
—Dame una buena razón por la que no puedas venir.
Por un momento. Paula fue incapaz de pensar en alguna justificación.
—A Isabella no le gustaría —farfulló sin la menor convicción.
—Lo superará.
—Te estaría utilizando.
—Deja que yo me preocupe por eso.
—¡Pedro, no puedo ir! Nunca me he ido de vacaciones con un desconocido y pienso seguir así.
—¡Vamos! Hace años que nos conocemos. No soy un desconocido.
Paula lo miró fijamente. Pedro le sonreía con tanta dulzura que todas las alarmas de su cabeza saltaron a la vez.

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