lunes, 16 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 35

Pedro se puso en pie, las manos enfundadas en los bolsillos.

—Sigues distorsionando la realidad. Fuiste tú quien montó una escena anoche durante la cena. ¿O acaso lo has olvidado? Y si no disfrutaste en la cama, deberías dejar tu trabajo y hacerte actriz. Ganarías una fortuna. Atiende a razones por una vez. Si vivieras en mi casa, Isabella y tú podrías conoceros mejor. No estarías tan cansada. Y no arriesgarías tu vida cada día.

«¿Eso crees?» pensó Paula. «Eso demuestra lo poco que me conoces, Pedro Alfonso».

Podía decirle que llevaba semanas pensando en dejar su trabajo, pero prefirió no hacerlo.

—Mi respuesta es no —sentenció con firmeza.

—No te contrato como mi amante.

—Ni para eso ni para nada.

—Debes de ser la mujer más testaruda sobra la faz de la tierra —resopló Pedro—. Ayudarías mucho a Isabella, y lo sabes.

—A Isabella ni siquiera le gusto.

—Le gustarás. Solo es cuestión de tiempo.

—No voy a ser yo quien aplaque tus remordimientos mientras te paseas por el mundo, de fiesta en fiesta, y descuidas a tu hija —añadió Paula hecha una furia.

—¿Es esa otra cita de mi ex mujer? Parece que las dos se empeñan en olvidar que mi trabajo conlleva un montón de viajes. Y este viaje, de hecho, también lo he pagado yo.

—Dime cuánto te debo después de la última noche —preguntó hastiada.

Pedro la agarró por los hombros y adoptó un gesto serio.

—Ese tipo de actitudes son las que te rebajan y no lo que hicimos anoche.

Tenía razón, desde luego. Paula se arrebujó en el hueco que formaban sus brazos y habló con la sinceridad que provoca la desesperación.

—Pedro, fui una inconsciente al aceptar venir aquí. Y ponerme ese vestido anoche fue una insensatez. Lamento haber coqueteado contigo. Me dejé llevar por las hormonas. Lo mejor que podemos hacer es separarnos y olvidarlo todo.

—Las hormonas —repitió Pedro casi imperceptiblemente.

—Claro. ¿Qué otra cosa podría ser? Ni siquiera nos gustamos. No podemos poner en peligro la salud mental de Isabella, su seguridad, por un simple ataque de lujuria.

Paula, con el rabillo del ojo, percibió cierto movimiento.

—Gracias a Dios —dijo con evidente alivio—. Ahí llegan Isabella y Sara.

Por un instante, Pedro aumentó la presión que ejercían sus manos en los hombros de Paula. Ella trató de separarse.

—No hemos terminado, digas lo que digas.

Involuntariamente, Paula posó la mirada en la boca de Pedro. Esa visión la torturó, y recordó cómo él la había besado la noche anterior. «No pienses en eso» se dijo aterrorizada.

—No puedes controlar los destinos de todo el mundo, Pedro. Desde luego, no el mío —dijo, y se liberó de él—. Voy a hacer la maleta. Nos veremos más tarde.

Pedro no trató de detenerla. No dejó de mirarla mientras cruzaba el vestíbulo, recorría el pasillo y se perdía en su habitación.

Paula cerró la puerta con cuidado. Apoyada en la puerta miró sin verter ni una lágrima la habitación en la que había alcanzado el paraíso. La cama de matrimonio, presidida por una exquisita garza real pintada en el cabecero. La colección de tallas en jade en la estantería más recóndita de la habitación. Una habitación demasiado bonita que iba a dejar atrás para regresar a su rutina diaria.

De forma automática, empezó a doblar la ropa para guardarla en las dos maletas que tenía, separando todas las prendas que Pedro la había regalado. Lentamente, su cerebro había comenzado a razonar. ¿Por qué Pedro la habría invitado a hacer compañía a Isabella? Amaba a su hija. ¿Por qué arriesgarse a que su querida niña creciera encariñándose de una empleada?

Tal vez esa vez Mariana tuviera razón: Pedro siempre trataba a la gente como piezas en un tablero de ajedrez, manejándolos a su antojo en virtud de sus propios intereses. «Así se asegura la victoria» pensó Paula con tristeza. Solo le interesaba ganar.

No importaban las razones de Pedro. Ella había tomado una decisión en firme. Nada le resultaría tan difícil como vivir con Pedro, independientemente de lo grande que fuera la casa o de cuanto tiempo se ausentara. No podía permitírselo. Eso la destruiría.

Diez horas más tarde, la limusina se detuvo frente al bloque de apartamentos de Paula. El cielo estaba cubierto y caía aguanieve. Los bancos de nieve en el bordillo de la calle estaban sucios. Los peatones caminaban encorvados y parecían malhumorados.

—Isabella ha sido un verdadero placer —dijo Paula con falsa amabilidad—. Espero que la vuelta al colegio no resulte demasiado dura. Pedro, yo…

—Te acompaño hasta la puerta.

—No hace falta.

La mirada que le dirigió hubiera fulminado a todo un ejército. Paula salió del coche mientras Pedro sacaba el equipaje del maletero.

—Solo quiero mis cosas —dijo Paula.

—¿Tienes que discutirlo todo? Te quedarás con todo lo que te compré y no se hable más.

El frío intenso la había calado hasta los huesos.

—Tienes razón —dijo tiritando—. Este es el final.

Paula rezó para que Pedro no hubiera notado todo el dolor que escondían aquellas palabras.

Arrastró los pies hasta el portal y sujetó la puerta para Pedro.

—Puedo yo sola con las dos maletas —aseguró.

Pedro las dejó en el suelo. Su mirada era impenetrable. Tan fría como el acero.

—Todo en estas vacaciones ha sido delicioso… gracias —dijo con torpeza.

—Cuando vuelvas al trabajo, haz el favor de no correr riesgos —requirió con pena.

—Gracias a eso pude salvar a Isabella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario