domingo, 15 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 31

Su voz sonó trémula a través de la habitación.

—Hay algo en… en mi cama.

Al encender la luz, el lagarto más grande que había visto se deslizó entre las sábanas y desapareció debajo de la cama. Con un aullido, Paula se acurrucó contra la cabecera de la cama. Pedro se sentó a su lado y empezó a reír.

Entre escalofríos, Paula acertó a hablar.

—Lo tenía en la cara y me ha despertado. ¡Cállate, Pedro! No tiene ninguna gracia.

Pedro no podía contener la risa.

—Eres capaz de entrar en un edificio en llamas y enfrentarte a un accidente múltiple. ¿Y tienes miedo de un lagarto? Creo que has encontrado la horma de tu zapato.

—Me gustaría verte en mi posición. Notas las garras pellizcándote las mejillas y estás totalmente a oscuras. ¿Quieres dejar de reírte?

Paula había adoptado una postura menos forzada. Las sábanas la cubrían hasta la cintura. Tenía el pelo revuelto, enmarcando una expresión de furia.

—Entran por la ventana. Si te sirve de consuelo, es probable que el lagarto esté mucho más asustado que tú.

—Eso no me sirve.

En ese momento, Pedro fue consciente de que estaba sentado en la cama de Paula, en calzoncillos. Y aún más de cómo sus senos subían y bajaban acompasadamente bajo el camisón de seda. Cuando había comprado esa prenda, había imaginado cómo se ceñiría en los lugares precisos. «Y he acertado» pensó con la boca seca. Y entonces hizo lo que había deseado hacer desde la primera vez que la vio en la cama del hospital, en Montreal. Se inclinó, la sujetó por los hombros y los dedos presionaron lo justo la cálida piel. Entonces la besó, poniendo en ese beso toda la pasión que sentía. Fue un beso que pareció eterno. «Un beso» pensó Pedro débilmente, «que ha encontrado una respuesta».

Paula lo tenía abrazado por el cuello. Sus senos se aplastaban contra el pecho desnudo. Infinitamente agradecido, Pedro notó cómo Paula abría la boca y dejaba paso libre a su lengua. Ella misma utilizó la suya para jugar con un erotismo tal que Pedro empezó a marearse. Paula lo deseaba. Tanto como él la deseaba a ella.

¿Acaso lo había dudado alguna vez?

Pedro  hundió sus manos entre los abundantes rizos de su pelo, sin dejar de besarla. Al hacerlo, el aroma de su piel inundó sus fosas nasales. Pedro empujó los tirantes del camisón, desnudando sus hombros, y empezó a besarla el cuello. Entonces se topó con la curva ascendiente de su seno. El corazón le latía con ferocidad. Pedro lo levantó como si quisiera adivinar el peso, pellizcando el pezón hasta que se puso duro. Paula gimió su nombre mientras sus dedos jugaban con el pelo de tal modo que la excitación crecía. La besó de nuevo, apretándola contra sí, con la certeza que no deseaba estar en ningún lugar del mundo que no fuera en la habitación de Paula. Con Paula.

El camisón cayó hasta la cintura. Pedro hundió la cabeza entre sus pechos, besando alternativamente la pendiente marfileña de uno y otro lado. Paula seguía acariciándole la cabeza con los dedos. Dispuesto a dejar de lado todas las precauciones. Pedro quitó las sábanas, girándose para tumbarse y atrayendo a Paula hacia él.

—Quítate el camisón, Paula.Te quiero desnuda.

Sin excesiva timidez, Paula se quitó el camisón azul de seda y lo tiró a una esquina. Pedro se incorporó apoyado en un codo. Con avidez recorrió cada rincón de su cuerpo. La suave turgencia de las caderas, el triángulo de vello enmarañado en el cruce de los muslos, la ligereza de unas piernas largas hasta el empeine. Normalmente, Pedro no era un hombre que se quedara sin palabras.

—Paula, eres exquisita —dijo con voz ronca.

—No es justo, Pedro —dijo algo avergonzada—. Tú todavía estás vestido, O casi.

Pedro era totalmente consciente de ello. Se arrancó los calzoncillos de un tirón y los tiró al suelo.

—Ven aquí —dijo.

Por espacio de varios minutos, guardaron silencio. Este solo se quebraba por los gemidos de placer de Paula, gemidos que no tardaron en convertirse en desgarradores gritos cuando Pedro encontró los pétalos rosados entre los muslos de Paula, acariciándolos con la única intención de proporcionarla el máximo placer.

Paula echó la cabeza hacia atrás, retorciéndose de gusto.

Repitiendo su nombre una y otra vez. La tensión acumulada la hizo abalanzarse sobre él con todas sus fuerzas. Sus ojos verdes eran pura emoción. De pronto, se sintió sobrepasada por la increíble sensación de libertad. Los gritos de Paula resonaban en los oídos de Pedro, que la abrazaba con más fuerza. Se sentía el amo del mundo.

—Paula…eres increíblemente atractiva —murmuró.

Ella apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Nunca pensé que todo fuera tan repentino, tan poderoso.

—Y aún no ha terminado —añadió, recorriendo con las manos la curva de su espalda y atrayéndola hacia él—. No ha hecho más que empezar.

Ella lo miró. Sus ojos brillaban como esmeraldas.

—Ya entiendo —dijo, y dio un brusco golpe de caderas.
Pedro gimió. Entonces sintió sus dedos alrededor de su erecto miembro, paseando arriba y abajo.

—Sigue así y te aseguro que tendrás problemas —masculló con el rostro desencajado.

—¿Otra promesa?

—Sí, te lo prometo —gruñó—. Y pienso cumplirla. Bésame, Paula.

Ella le ofreció la boca con una generosidad que lo emocionó. Entonces, seductora, empezó a recorrer su cuerpo con la lengua, probando el sabor de su piel, de sus pezones y marcando el ángulo de una de sus caderas.

—Adoro tu cuerpo —murmuró Paula.

Lo abrazó y acarició hasta el punto de que Pedro creyó posible morir de placer. Antes de perder el control, Pedro la levantó y la sentó a horcajadas sobre él. Ella se deslizó sobre su cuerpo, envolviéndolo en una mezcla de humedad y calor. «En la intimidad» pensó, sin dejar de acariciarle el pelo, que caía con suavidad sobre sus senos. Pedro disfrutaba viendo cada uno de sus gestos. No escondía nada. Y él no esperaba menos.

Paula estaba encima de él e hincaba las rodillas en sus costados. Los pechos se balanceaban levemente. Pedro la agarró por la cintura, atraído por la suavidad de su tacto y su agilidad, atento a las sensaciones que nacían de cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo.

Quería tenerla más cerca, poder leer en su rostro cada expresión. La abrazó hasta que casi formaron un solo cuerpo y giró sobre sí mismo. Se encontró encima cubriéndola con su cuerpo. Podría perderse en la inmensidad de sus ojos verdes. ¿Perderse y encontrarse de nuevo? ¿Encontrar a un hombre que apenas conocía?

—Abrázame. Paula. Muévete conmigo —pidió imperiosamente.

—Oh… Pedro—murmuró Paula.

Sus ojos eran como dos piscinas de profunda ternura. Rozaba sus senos contra el vello de Pedro, siguiendo el movimiento de sus cuerpos entrelazados. Una sensación que incrementaba el deseo que sentía hacia ella de forma imparable.

Pedro la penetró hasta el fondo, cada poro de su piel atenta a la respuesta de Paula.

—Dí que me deseas —dijo Pedro—. Dilo, Paula.

Ella lo rodeó con sus brazos por la cintura y lo besó con desesperación, mordisqueando sus labios entre cada palabra.

—Te deseo más de lo que puedan expresar las palabras. Oh, Pedro. Ahora, por favor.

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