viernes, 6 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 2

Ese era el número de la habitación en la que había entrado por error. Mientras procuraba recuperar el auto control, Pedro se excusó con cierta brusquedad.
—Me he equivocado al creer que se trataba de un hombre. Gracias por su ayuda.
—Si quiere hablar con ella, es mejor que espere a mañana. No se la dará el alta hasta el mediodía.
—De acuerdo. Gracias.
La enfermera desapareció por el pasillo. Lentamente, Pedro  regresó a la habitación 214. La mujer seguía exactamente en la misma posición que hacía unos minutos. El borde de la sábana se mecía suavemente al compás de su respiración. Se acercó a la cama, mirándola como si quisiera imprimir en su memoria cada rasgo, asaltado por la extraña sensación de que le recordaba a alguien conocido. Pero, ¿quién? No sabría decirlo y se fiaba de su memoria. Con toda seguridad, era la primera vez que la veía. No podría haberla olvidado. La perfección de su estructura ósea. La suave firmeza de las muñecas. Los dedos, largos y fuertes, abarquillados sobre la colcha de algodón.
Dedos sin anillos. ¿Es que no estaba casada?
Llevaba las uñas sucias. Bueno, era algo normal. Al fin y al cabo, trabajaba como bombero.
Era la mujer que había salvado a su hija. Pedro no necesitaba cerrar los ojos para recordar la espantosa escena que lo había recibido cuando el taxi que le traía desde el aeropuerto Dorval de Montreal lo dejó frente a su casa.

Aferrado a su maletín, Pedro vió tres coches de bomberos aparcados en el césped con las luces rojas brillando en la oscuridad. Los bomberos, vestidos con chaquetas amarillas, gritaban sin parar, escupiendo órdenes en un intercomunicador. El agua silbaba al salir de las mangueras enrolladas. Una gran humareda negra nacía en la azotea, flanqueada por lenguas de fuego que aparecían y desaparecían sin descanso. Por un momento, Pedro  parecía aturdido, anclado a la tierra. El corazón le latía con tal fuerza que acallaba todos los demás sonidos. Conocía el miedo. Por descontado. Algunas de las situaciones que había vivido en su pasado le vinieron a la cabeza. Pero nunca había sentido nada tan devastador como el terror que en aquellos momentos, le atenazaba cada nervio y cada músculo de su cuerpo al pensar en Isabella atrapada en ese infierno de humo y fuego.
Una escalera metálica, apoyada sobre el muro, había alcanzado las ventanas de la casa. El ala en el que dormía Isabella…
Pedro corrió en esa dirección, llamando a su hija. Cuatro policías saltaron sobre él, lo agarraron de los brazos y trataron de retenerlo. Un quinto policía se abalanzó sobre él cuando había logrado escapar. En ese momento, Pedro vió un bulto pequeño salir por la ventana. Otro bombero, de pie en la escalera, lo sujetó en sus brazos. Pedro lanzó un grito sordo, al tiempo que el bulto pasaba a manos de otro bombero. En ese instante, el policía soltó a Pedro.
Corrió con todas sus fuerzas a través del césped helado. En el momento en que el bombero depositó sobre sus brazos el cuerpo de Isabella, el pánico en la mirada de su hija le cortó como un cuchillo y la levedad de su cuerpo le llegó al corazón.
Abrazó a su hija con fuerza y subió a la ambulancia que estaba esperando. Mientras subía, aún tuvo tiempo de echar un último vistazo a la azotea por encima del hombro, bañada por innumerables chispas que, en otras circunstancias, habría resultado un espectáculo asombroso. Una viga ennegrecida golpeó al bombero que había sacado a Isabella por la ventana. A pesar del casco, la figura se tambaleó y a punto estuvo de caer. Pedro, con una mezcla de terror y fascinación, vió como otro bombero, desde lo alto de la escalera, agarraba la manga amarilla de la chaqueta y levantaba a pulso a su compañero hasta el alféizar carbonizado. El gesto fue aclamado por todos los que seguían la acción desde abajo. Entonces Pedro se volvió, protegiendo a Isabella de las llamas y las luces vacilantes.

Pedro  volvió a la realidad con una sacudida y se humedeció los labios. Isabella, pese al humo que había inhalado, estaba fuera de peligro. Después de que la hubieran dormido con un tranquilizante, había decidido buscar al bombero con quien había contraído una deuda de gratitud que nunca podría pagar.
La mujer de la cama.

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