sábado, 21 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 45

De hecho, tuvo que esperar exactamente treinta y ocho horas. El test de embarazo dio positivo. Paula se sentó en la cama de su apartamento. Llevaba dentro un hijo de Pedro. Iba a ser madre. Entre un montón de sentimientos encontrados, Paula pudo sentir con meridiana claridad una inconmensurable felicidad.

Se aferró a ese sentimiento. Más tarde, empezó a calibrar su situación. No tenía ni idea de cuáles podrían ser las consecuencias de un embarazo no deseado. Pero, por el momento, era feliz. Marcó un número y concertó una cita con el médico de cabecera para la siguiente semana. Después condujo de vuelta a casa de Pedro. Entre todas las complicaciones que la cercaban como una corona de espinas, tenía una cosa clara. No iba a decírselo a Pedro. Al menos, por el momento. ¿O tal vez nunca?

El miércoles por la noche, Paula se acostó temprano. Pedro llegaba esa misma noche, pero todavía no estaba preparada para verlo. La felicidad que había sentido el lunes por la mañana en su apartamento la había abandonado y ahora la atormentaban los malos presagios. Pedro era demasiado listo. No podría ocultarle la verdad mucho tiempo. ¿Qué podía hacer?

Se puso un viejo camisón de franela y se preparó un chocolate caliente antes de irse a la cama. Se quedó dormida alrededor de las once, pero se pasó la noche soñando con imágenes de tragedias. Creyó que la propia pesadilla la había despertado cuando se encontró sentada totalmente rígida en la cama. El corazón le latía a cien por hora. Entonces escuchó un leve gemido de dolor proveniente de la habitación contigua. Cruzó como un rayo a la habitación de Isabella y tomó a la niña en brazos.

—Está bien, Isabella. Estoy aquí —susurró Paula—. Ahora estás a salvo. No dejaré que te pase nada.

Con la niña entre sus brazos, Paula rompió a llorar. Acunó a Isabella con cariño, reconfortándola.

—¿Quieres contármelo?

Isabella contó una historia acerca de una hoguera gigante y unos bailarines con máscaras que la empujaban hacia el fuego. Impresionada por el relato, Paula hizo todo lo posible por alejar esas imágenes de la mente de Isabella. Obtuvo su recompensa poco después.

—Me alegro de que estés aquí —dijo Isabella algo llorosa aún—. A veces echo de menos una mamá.

—Yo también me alegro de estar aquí —dijo Paula.

Poco después, el cuerpo de Isabella se relajó entre sus brazos. Se había dormido. Con sumo cuidado, Paula la metió en la cama y la arropó, asegurándose de que Plush estuviera bien cerca de ella. El pelo negro de la niña esparcido sobre la almohada y el ritmo sereno de su respiración llenaron a Paula de ternura. La misma que había sentido hacia su futuro hijo.

Si seguía encariñándose con Isabella, Paula estaría metida en un problema muy gordo.

Salió de la habitación sin hacer ruido, ensimismada, y fue a chocar con el hombre que esperaba de pie detrás de la puerta. Paula, en un gesto instintivo provocado por el miedo, empujó a Pedro con las palmas de la mano.

—¡Pedro! Me has dado un susto de muerte.

Él la arrastró hasta que se alejaron de la habitación de la niña.

—¿Ha tenido otra pesadilla? —preguntó con brusquedad.

La rodeaba con sus brazos. Llevaba unos pantalones y una camisa desabrochada. El tacto de su piel cálida sumió a Paula en la agonía del deseo. Paula recurrió al ataque para librarse de esa sensación.

—Isabella echa de menos a su madre.

—Lo he oído.

La única pregunta para la que no encontraba respuesta salió de su boca casi sin querer.

—¿Cómo pudiste negarle la custodia a Mariana?

Pedro adoptó un tono tan seco y cortante como el filo de un cuchillo.

—Dejemos este tema claro de una vez por todas. Estoy harto de ser el malo en este divorcio. El segundo marido de Mariana, cuyos antepasados se remontan al siglo catorce, no quería en su bonito castillo a la hija de otro hombre. Especialmente si ese hombre procedía de los suburbios de Manhattan. Así que Mariana decidió que Isabella estaría mejor conmigo.

—Eso no es…

—Mariana había tenido una aventura dos años atrás, en Nueva York. Nunca ha sido demasiado lista, por lo que no me resultó difícil averiguarlo. Ella no terminaba de entender por qué estaba tan dolido. Deberías saber que tu prima es de las que hace lo que le viene en gana a cada momento. Igual que un niño, actúa sin medir las consecuencias. No es mala persona. Sencillamente, no entiende que sus acciones puedan herir a los demás.

—Pero…

—Pudimos hacer borrón y cuenta nueva. Pero entonces apareció Enrique. Era rico, pertenecía a la aristocracia y estaba libre. A Mariana nunca le han gustado los problemas. Así que me escribió una nota, subió al Concorde y se fue a París. Yo tuve que explicarle lo ocurrido a Isabella. Eso es todo. Nos divorciamos. No fue hasta que llevé a Isabella a ver a su abuela cuando supe que Mariana con su mejor intención, había extendido el rumor de que yo no había actuado éticamente en el tema de la custodia —Pedro tomó aire y suspiró—. Podría haberla denunciado por difamación, pero decidí no hacerlo. Por el bien de Isabella.

Su voz tenía el matiz inconfundible de quien dice la verdad. Pero había escuchado ese mismo tono en la voz de Mariana cuando habían hablado del tema a lo largo de los años. Aunque, echando la vista atrás, Mariana nunca había afirmado que Pedro la hubiera quitado la custodia de Isabella. Más bien lo había insinuado, con más pena que rabia. ¿Así que Pedro tenía razón? ¿Era Mariana tan avariciosa como un niño, insensible al dolor que pudiera infligir?

¿Acaso la admiración que siempre había sentido hacia su prima había nublado su juicio, ensalzando sus virtudes y minimizando los defectos?

—La última vez que fui a visitar a Marta—dijo Paula enfurecida—, me enseñó un álbum con decenas de fotografías en las que aparecías acompañado por un sinfín de mujeres distintas.

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