lunes, 23 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 59

—Eres la mujer más exasperante que he conocido en toda mi vida. Sin excepción.

—Es mi pelo —respondió burlona—. Lástima que no saliera de una botella. ¿De qué color va a ser el vestido esta vez?

—Como mejor estás es desnuda —dijo Pedro agarrándola del pelo.

Paula se sonrojó. Empujó la puerta y vio la limusina esperando. El chófer aguardaba de pie, junto a la puerta.

Pasó todo el viaje hasta el centro sentada en una esquina, mirando por la ventana. En Gautier’s, nadie pareció extrañarse de que los condujeran a un salón privado con dos dependientas a su servicio. Paula desapareció en el vestidor y se probó el primer vestido, negro y espectacular.

Asustada e incómoda, Paula salió al saloncito rodeado de espejos. Pedro la miró y negó con la cabeza.

—No es para tí, Paula.

Era cierto. Paula tenía razón. Necesitó ayuda para poder entrar en el siguiente traje. Era un vestido de jamé plateado cuyo precio la hizo palidecer. Antes de que Pedro pudiera hablar, Paula tomó la palabra.

—Yo no soy Marilyn Monroe. No quiero llevar este vestido.

—Desde luego, pararías el tráfico —dijo Pedro, y le guiñó un ojo.

—Ni siquiera puedo sentarme —afirmó Paula con una medio sonrisa.

De nuevo en el vestidor, Paula empezó a buscar entre los vestidos que tenía a su alrededor. No le convenía el negro ni el blanco. Odiaba los tonos pastel y cualquier vestido rojo, naranja o rosa haría que su pelo pareciera la sirena de un coche de bomberos. Eso la obligaba a prescindir de un buen número de modelos. De pronto, cerró la mano sobre un vestido. Era de seda natural, verde oscuro con un leve toque azul zafiro. Llevaba un corpiño ajustado y una falda de tubo sobre la que caían en volantes una falda más larga.

—Me gustaría probarme este —dijo Paula.

—La señora tiene muy buen gusto.

Eso seguramente significaba que había elegido el modelo más caro de la tienda. No tuvo problemas para ponérselo. Le sentaba como un guante. Paula lo sabía mientras se calzaba los zapatos de tacón alto que la tienda había puesto a su disposición. Con la cabeza alta, caminó hasta el salón.

—Eso es —dijo Pedro, de pie frente a ella—. Perfecto.

En silencio, Paula miró su imagen reflejada en el espejo. Era casi una desconocida. Una mujer alta y pelinegra, cuyos hombros marfileños aparecían cubiertos por dos finos tirantes y cuyo escote apenas asomaba, tapado bajo un manto de seda. Estaba elegante, sexy y muy femenina.

Nunca se había sentido tan atractiva. Y nunca volvería a pasar. Especialmente, en los próximos meses.

—Necesitas unos zapatos a juego —dijo Pedro.

En menos de cinco minutos, Paula había elegido unas sandalias que tenían la virtud de hacerle los pies bonitos. También compraron medias y maquillaje. Pedro encargó que llevaran todo a su casa. Una vez que Paula recuperó su aspecto normal, vestida de calle, Pedro le ofreció el brazo.

—Vaison’s nos espera —explicó.

Era el equivalente de Tiffanys en Nueva York.

—¿Para qué? —preguntó Paula alarmada.

—El toque final —sonrió Pedro.

—Sea lo que sea que vayas a comprar, no voy a quedármelo —dijo Paula con los brazos en jarras.

—¿Cómo lo sabes si todavía no lo has visto? Y, además, no pienso ir a devolverlo al día siguiente, así que más vale que te guste.

—¿Sabes, Pedro?, me vuelves loca.

—Lo mismo digo —replicó Pedro.

—Bueno —dijo Paula mirándole a los ojos—, al menos ya tenemos algo en común.

—Oh, tenemos más que eso en común —aseguró Pedro, radiografiando su cuerpo con la mirada—. Ya hemos llegado.

El trato dispensado hacia ellos en Vaison’s resultó nuevamente revelador para Paula. Pedro explicó cómo era el vestido e hizo alguna sugerencia.

—Un colgante iría bien. Algo sencillo. ¿Esmeraldas y zafiros? —apuntó.

—Creo que tenemos exactamente lo que busca, monsieur.

El dependiente regresó de la cámara blindada con un colgante compuesto por una esmeralda tallada flanqueada por dos zafiros, todo engarzado en oro y sujeto a una cadena dorada. Paula, que se había quedado muda, supo una vez más que aquel colgante era el complemento ideal para el vestido. Pero harían falta unos pendientes a juego con la esmeralda. En el momento en que el dependiente se retiró a la cámara, Paula habló en un susurro.

—¡Pedro, no puedes hacerme esto! ¿Qué se supone que voy a hacer con estas joyas? ¿Ponérmelas para cepillar a un perro o para limpiar jaulas? No puedes comprármelo. Ya has gastado demasiado dinero.

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