domingo, 8 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 7

«Ya han pasado tres días desde el incendio y este hombro me sigue matando», pensó Paula  con enfado. Odiaba estar de baja. Eso la dejaba mucho tiempo para pensar. Y aún la dolía más sentirse inútil e incapaz. Era casi mediodía y todo lo que había hecho era darse una ducha, hacerse la cama y comprar algo de comida. El taxista había sido tan amable de subir las bolsas hasta su apartamento. Pero tuvo que colocarlas de una en una porque solo podía utilizar un brazo. No estaba durmiendo bien. Veía mucho la televisión, leía hasta que le dolían los ojos y, en suma, estaba de muy mal humor.
Empujó una silla hasta la encimera, se subió y buscó un paquete de arroz en el armario. Pero cuando bajaba el paquete en su mano buena, se golpeó el hombro herido con el pico de la puerta del armario. El dolor se extendió a lo largo de todo el brazo. Con un grito agudo, dejó caer el arroz. El paquete chocó con una lata de tomates, se abrió y el arroz se esparció por toda la cocina.
Paula había aprendido un montón de tacos trabajando con un equipo de hombres. Pero ninguno parecía servir para expresar lo que sentía en aquel momento. Apoyó la cabeza contra la puerta del armario mientras afloraban a sus mejillas las lágrimas de frustración. ¿Qué era lo que había hecho mal? ¿Por qué sentía repentinamente unas irrefrenables ganas de gritar?
Necesitaba un cambio. Esa era la razón. Necesitaba dar un giro radical a su vida.
No era la primera vez que le asaltaba un pensamiento así. Pero nunca con tanta intensidad. Y esta imperiosidad la asustaba porque si dejaba su trabajo en el cuerpo de bomberos, ¿qué podría hacer? Hacía casi diez años que tenía ese trabajo. No tenía un título universitario ni atesoraba una pizca de talento artístico. Cualquier relación con el mundo comercial la hacía parecer estúpida. Ni siquiera sabía llevar las cuentas.
¿Cómo podía siquiera pensar en dejar su trabajo?
Con la mano sana, alcanzó el paquete de pañuelos. Pero, al tirar para sacar uno, más granos de arroz se esparcieron por la encimera. Había que pasar un trapo. La pila estaba atascada. «Mi vida es un desastre», pensó al tiempo que se sonaba la nariz y bajaba de la silla. Y ella odiaba a las plañideras. Podría prepararse un batido y comerse seis raciones de pastel de chocolate. Eso le daría la energía necesaria para limpiar el arroz. Y tal vez hasta la nevera.
En cierto modo, pensar en el pastel de chocolate la animó. Ella misma lo había preparado el día anterior con no pocas dificultades. Sacó la bandeja de encima de la panera, pero cuando abría el cajón para tomar un cuchillo, alguien llamó a la puerta.
Habían golpeado con decisión. Extrañada. Paula fue hasta la puerta y echó un vistazo por la mirilla.
Pedro Alfonso esperaba en el descansillo.
Era la última persona que esperaba ver. Abrió la puerta con furia.
—Ya te dije que no quería verte. Y además, ¿Cómo has conseguido entrar en el portal?
—Esperé a que alguien abriera la puerta —replicó con suavidad—. Tienes muy buen aspecto, Paula.
—Alégrame el día, ¿quieres?
—Desde luego, parece que lo necesitas. Y quizás yo pueda animarte.
—No lo creo.
Pero al tratar de cerrar la puerta, Pedro puso el pie atravesado impidiendo que la cerrara.
—Pedro, gritaré con todas mis fuerzas si no te largas —amenazó hecha una furia.

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