domingo, 8 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 9

—¿Es que tienes a alguien escondido en la cocina, Paula?
El destello de humor en sus ojos grises era irresistible y Paula no pudo contener la risa. «No puedo permitirme reírme», pensó presa del pánico.
—Ningún hombre respetable se escondería en mi cocina —dijo, y enseguida añadió—. Ten cuidado al pisar. Pedro se paró en la puerta de la cocina.
—Bueno —dijo echando un vistazo—. Si David vino a limpiarte el apartamento el otro día, está claro que no es lo suyo.
—¡David no vive aquí!
—¿Es tu amante?
—¿Con qué derecho me preguntas eso?
—No estoy seguro —contestó Pedro dubitativo—. ¿Son amantes?
De ninguna manera iba explicar su relación con David, solo para que Pedro pudiera hacerla trizas.
—No es asunto tuyo.
—Entiendo. En ese caso… tomaré el café solo. Con un poco de miel, si tienes. Por cierto, ¿es que has tirado el arroz contra la pared?
Paula miró a su alrededor.
—Estaba intentado guardar las cosas. Me golpeé en el hombro con el pico del armario. El paquete de arroz chocó contra esa lata y explotó, como puedes ver.
—El arroz es símbolo de fertilidad —replicó Pedro con ligereza—. ¿No es esa la razón por la que tiran arroz en las bodas?
—¿Eso fue lo que hicieron en tu boda?
Pedro parpadeó.
—No. Mariana prefirió confetti dorado. El arroz le parecía demasiado vulgar.
Mariana nunca quiso tener un hijo. Se preocupaba mucho más por su figura que por complacer a su marido. El nacimiento de Isabella había sido un accidente.
Por un momento, Paula  habría jurado adivinar un rescoldo de auténtico dolor en las palabras de Pedro. Pero un instante después, su mirada estaba en guardia y no dejaba traslucir ninguna emoción. Debía haberlo imaginado. Pensar que Pedro Alfonso se sintiera dolido por algo que ella hubiera dicho era, sencillamente, ridículo.
—¿Dónde guardas la aspiradora? —preguntó sin demasiado interés—. Más vale que recoja todo esto antes de que resbales y te partas el cuello.
Pedro Alfonso dirigía la compañía aérea más lujosa del mundo. Era imposible abrir un periódico  sin leer algo sobre él. ¿Y ahora estaba a punto de pasar la aspiradora a su apartamento? Algo tan vulgar, por usar la misma palabra que él, nunca se le había pasado por la cabeza en sus sueños de adolescencia. Por aquel entonces, su imaginación le dibujaba loco de deseo, estrechándola en sus fuertes brazos para alejarla de Marta, de la horrible casa de ladrillo en Outremont y del aburrimiento, solo interrumpido por las labores del hogar y las citas con el dentista.
—La aspiradora está en el armario de la entrada —señaló Paula—. Yo recogeré todo el arroz de la encimera y lo tiraré al suelo.
—Está bien.
En el momento en que salió de la cocina, lo siguió con la mirada. Tenía los nervios a flor de piel. Desde el momento en que Pedro había cruzado el umbral de la puerta, cualquier resto de auto compasión había desaparecido. Pero podía manejarlo. Ya no era la jovencita inocente de antes. Ahora tenía experiencia y podía enfrentarse a Pedro. Preocupada, Paula agarró un trapo de entre la pila de platos sucios y empezó a recoger los granos de arroz para tirarlos al suelo. Algo que podía hacer sin dificultad.
Cuando Pedro regresó, se había quitado la cazadora de cuero y estaba remangándose la camisa azul de algodón. Los vaqueros estaban algo gastados y se ajustaban a su cuerpo. Paula lo miró de reojo.
—Todavía no puedo usar el brazo derecho. Me hace parecer torpe.
—Espero que no sea crónico —respondió con preocupación.
Paula pensó que su interés era verdadero.
—No. Solo tengo el hombro en tecnicolor —contestó. Y vio como Pedro bajaba los ojos.
Paula llevaba puesta una camiseta que había encogido en la secadora. Era de color turquesa, con colibríes naranjas revoloteando sobre sus pechos. El hematoma del mentón se había transformado en una mancha amarillenta. «Tengo el aspecto perfecto para conquistar al hombre de mis sueños», pensó.
—Será mejor que salga de la cocina mientras pasas el aspirador. No es lo suficientemente grande para dos personas.
Pedro buscó el enchufe más próximo.
—Quizá por eso no te has casado nunca.
—¿Acaso no podías serle fiel a Mariana? —replicó Paula cordialmente.
—Lo fui.
Paula  resopló.
—Mira bien debajo de los armarios. Quién iba a pensar que un paquete de arroz podía organizar un caos semejante.
—¿Estás cambiando de tema?
—No se te escapa una —replicó Paula con una sonrisa provocativa.
—Eres increíblemente atractiva —soltó Pedro con inesperada violencia.
«No puede estar hablando en serio», pensó Paula. Debía ser su forma de actuar con las mujeres, una conducta aprendida. Pese a todo, Paula se sonrojó. «¿Yo? Estoy hecha un desastre». «Gracias, Pedro». Esa sería una respuesta más apropiada. O tal vez: «Puede que en tu ambiente resulte. Pero no quiero tus cumplidos. Para mí, tienen tanto valor como tus promesas en el altar».
Pedro se incorporó antes de volver a hablar.
—Mientras estuvimos casados, nunca engañé a Mariana.
—Cuéntaselo a alguien que le importe.
—Puedo hacer que te importe —afirmó con delicadeza.
Paula  sintió que se quedaba sin aliento.
—No lo creo.
—¿Me estás desafiando, Paula?
—No, Pedro. Solo digo que estoy en el banquillo, ¿entiendes? No me interesa.
—Eso ya lo veremos —puntualizó Pedro sin alterarse.
—Es mejor que te apartes. Tal y como has señalado, en la cocina no hay sitio para los dos.
Algo en su mirada la hizo retroceder. Paula reunió tanta dignidad como le fue posible y se retiró al cuarto de baño. Allí, se cepilló lentamente la melena rizada y se puso una sudadera encima de la camiseta. «Deja de sentir lástima por ti» pensó, mientras le sacaba la lengua a su imagen reflejada en el espejo. Has invitado a un depredador. Un auténtico depredador hambriento.
Volvió a mirarse al espejo con desgana. Aún tenía color en las mejillas y le brillaban los ojos. «Déjalo ya. No es tu príncipe azul al rescate. El peto de su armadura ya no brilla y rompió los votos. Procura no olvidarlo».
Desgraciadamente, seguía siendo el hombre más varonil que había conocido. Eso no había cambiado. Decir que era atractivo no bastaba. Era algo mucho más profundo, un aura que lo envolvía y que formaba parte de él, igual que el pelo negro y sus ojos.
¿Por qué tenía que haber rescatado precisamente a su hija? No necesitaba tener a Pedro en su vida. Ella, que había sido capaz de adentrarse en la casa pese al persistente humo y el fuego, estaba atemorizada ante él.
La aspiradora había dejado de funcionar. Tras recuperar el ánimo, Paula volvió a la cocina.
—Gracias —dijo educadamente.
Buscó el tarro para la harina donde guardaba el café. Pero no pudo desenroscar la tapa con una sola mano.
—Déjame —dijo Pedro.
Le quitó de las manos el tarro. Totalmente fascinada, vió como todos los músculos de la muñeca y de la mano actuaban para destapar el tarro.
—¿Dónde guardas el molinillo? —preguntó.
Todo resultaba terriblemente cotidiano. «Igual que si estuviéramos casados», pensó Paula.
—En el armario, junto al fregadero. No tengas en cuenta el desorden.
Al abrir el armario, dos paquetes de galletas cayeron al suelo con gran estrépito.
—Vives rodeada de peligros. Tanto en casa como en el trabajo —añadió Pedro mientras agarraba el molinillo de café.
—¿Cuál es el favor, Pedro?
—Después del café.

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