domingo, 8 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 6

Pedro emitió un leve carraspeo. Isabella  tenía por costumbre dormir en el desván cuando estaba sola. Y esta vez él se había marchado durante cuatro días. Por lo tanto, si ella hubiera muerto en el incendio por haberse escondido, toda la culpa habría recaído sobre sus hombros.
Incapaz de encarar sus propios pensamientos, Pedro fue al encuentro de David.
—Hola. Me llamo Pedro Alfonso. Paula rescató a mi hija del incendio. Así que, si tú eras quien estaba en lo alto de la escalera, también estoy en deuda contigo.
—David Martínez—saludó David con una sonrisa burlona que iluminó sus ojos marrones—. Paula y yo formamos un buen equipo. Solo que no siempre sigue las reglas.
—Las normas solo tienen sentido si se rompen —musitó Paula.
—Un día de estos, irás demasiado lejos —advirtió David con gravedad.
—David,  sabes que peso menos que los chicos. Eso me permite llegar a sitios a los que ustedes no podrían acceder. Y rescaté a la niña, ¿no es cierto?
—Solo digo que a veces me pones los pelos de punta.
Paula dejó escapar un murmullo. David, fingiendo sorpresa, sacó un ramo de flores que escondía en la espalda.
—Las he recogido de camino. Aunque, según me han dicho, mañana te dan el alta.
—¿Vendrás a recogerme? —preguntó Paula.
—Puedes estar segura.
—Bien.
—Incluso puede que limpie tu departamento.
—Una habitación desordenada es señal de una mente creativa —afirmó Paula con exagerada dignidad.
—Es señal de alguien que prefiere leer novelas de misterio antes que limpiar.
—Lo encuentro perfectamente razonable —dijo Paula con una sonrisa.
Pedro cambió de posición. La buena relación entre los otros dos le ponía furioso, aunque no sabía muy bien por qué. Así que David conocía el departamento de Paula. ¿Acaso eran amantes además de compañeros de trabajo? ¿Y qué si lo fueran? ¿Es que eso debía importarle a él? Aparte de ser la mujer que había salvado la vida de Isabella, Paula Chaves no significaba nada para él.
Aunque debía admitir que resultaba muy atractiva, de un modo en que Mariana nunca podría serlo. Un atractivo que iba mucho más allá del físico, que nacía no solo del valor sino también del sentimiento.
—Pasaré la noche en el hospital con mi hija. Vendré por la mañana, Paula, para ver cómo te encuentras —dijo con brusquedad.
—Preferiría que no lo hicieras —replicó con aspereza—. Ya me has dado las gracias. No tenemos nada más que decirnos.
David asistía a la escena con creciente asombro.
—Entonces seguiremos en contacto cuando salgas —sentenció Pedro—. Martínez, gracias de nuevo. Tu equipo hizo un gran trabajo.
—No hay problema, amigo.
Pedro salió de la habitación y encaminó sus pasos por el pasillo hacia el ascensor. No estaba acostumbrado a que le mandaran a paseo. Pero, ¿a quien quería engañar? A él nunca le mandaban a paseo. La combinación de su fortuna y su presencia cautivaba a las mujeres, y eso le daba ventaja para ser él quien tomaba las decisiones. Siempre de una manera educada, con mano izquierda. Pero el mensaje siempre era el mismo. Se acabó.
Paula Chaves no podía verlo ni en pintura. No tenía la menor duda al respecto. ¡Maldita sea! Incluso en su estado había reunido la energía suficiente para hacerle saber que era el ser más despreciable del mundo. Y todo por culpa de Mariana. Quien, finalmente, se había deshecho de él como quien abandona un par de botas viejas. El problema es que, en aquel tiempo, aquello le dolió mucho. Mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Durante los once años que había durado su matrimonio, hizo todo lo posible por mantenerlo unido y preservar la intensa emoción que había sentido la primera vez que vió a Mariana. Pero ninguna de sus tácticas funcionó. Ni fue capaz de dar carpetazo a la relación antes de que fuera demasiado tarde ni mostró suficiente interés frente al matrimonio.
Esa era su cruz.
Tenía que llamar por teléfono a Mariana primera hora de la mañana: presumía que estaría en el castillo del Valle del Loira, residencia principal de su segundo marido, Diego. Quien, por cierto, no tenía más dinero que él. Pedro, en todo caso, no podía presumir de contar, entre sus antepasados, con duques y condes. Muy al contrario, si alguna vez pensaba en Mariana, era todavía más extraño que se remontase a su crianza en la sórdida vecindad del Sur de Manhattan.
El ascensor tardaba una eternidad en llegar, pero finalmente entró en la habitación de su hija. La niña dormía plácidamente, igual que cuando la dejó. Había heredado los ojos de su madre, de un azul profundo, y el óvalo de su cara. Pero tenía el pelo largo y negro como él, y había heredado también su rapidez mental y la capacidad para guardar silencio. La amaba desde el mismo día de su nacimiento. Pero casi nunca sabía con exactitud que era lo que pensaba.
Mientras se acercaba a ella y le apartaba el pelo de la cara, Isabella no se movió. Le hubiera gustado hacer lo mismo con Paula, aunque por motivos bien distintos. Motivos que en ningún caso eran puros como el amor de un padre por su hija.
Aún no había terminado con Paula. De alguna forma, estaba seguro. Aunque si estuviera comprometida con David, eso le daría una razón para mantener las distancias. Si no le había gustado verse rechazado una vez, ¿por qué habría de querer experimentarlo una segunda vez? Además, nunca se había entrometido entre una mujer y su amante. Y no iba a empezar ahora.
«Es mejor que te olvides de Paula Chaves y trates de dormir un poco», se dijo. A la mañana siguiente debía cuidar de Isabella, hablar con el agente de seguros, con la policía y con el contratista para las reparaciones. No necesitaba distraerse con una pelinegra que lo consideraba la escoria de este mundo. A regañadientes, se tumbó en la cama plegable que las enfermeras habían puesto a su disposición y fijó la mirada en el techo. Pero tardó mucho en dormirse, obsesionado con dos imágenes que le rondaban la cabeza.
Isabella durmiendo en el desván porque se encontraba sola.
Y las uñas sucias de Paula. Una suciedad provocada por el incendio en el que entró, arriesgando su vida, para salvar a Isabella.

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