viernes, 13 de noviembre de 2015

Pasión Abrasadora: Capítulo 26

Paula se apresuró en lo que era, no cabía duda, una retirada. Se dio una ducha en el lujoso cuarto de baño de su habitación. Luego se secó el pelo y se acostó con uno de los camisones que Pedro había elegido para ella. Era de seda, nuevamente, tan suave como una caricia. Sabía que estaba demasiado nerviosa para dormir, pero aun así cerró los ojos. Y los abrió cuando la luz del atardecer se filtraba a través de las persianas de láminas.

Había dormido casi cinco horas. Apresuradamente, se levantó y se puso el mismo conjunto de la noche anterior. Ese conjunto tapaba más que cualquier otro de los conjuntos que Pedro había escogido. Salió al pasillo. Isabell y Pedro estaban en la terraza, jugando a las damas. Paula  los observó desde las sombras. «Se llevan estupendamente», pensó. Había química entre ellos. En definitiva, Pedro era un buen padre.

Eso no casaba con la descripción de Mariana. En palabras suyas, había sido un padre ausente que le había arrebatado a su hija por pura venganza. ¿Quizás Mariana solo hubiera sugerido esa posibilidad y ella hubiera elaborado la teoría?

No podía fingir ser buen padre. No con una niña tan lista como Isabella. Paula reculó hacia las sombras y encaminó sus pasos hacia la biblioteca, con su magníficas estanterías de palisandro. Allí, se acurrucó en un butacón de bambú y procuró concentrarse en las páginas del libro. Se sentía sola, ¿o quizás sería más apropiado decir excluida?, y asustada. Y no le gustaba ni lo uno ni lo otro.

Media hora más tarde, Pedro fue a buscarla. Vestido con pantalones cortos y una camiseta, despeinado, se pasó en el umbral de la puerta.

—¿Qué pasa, Paula? —preguntó malhumorado—. ¿De qué o de quien te estás escondiendo?

—¡No me escondo! Estoy leyendo.

—La cena está lista.

—Bien. Ahora voy.

—En otras palabras, que no te esperemos —dijo sin perder la calma.

—Tengo que arreglarme un poco.

—No te hace ninguna falta. Estás absolutamente preciosa tal y como vas.


Paula se levantó, sonriendo a su pesar.
—Sabes levantarme el ánimo.

—¿Todavía no te has dado cuenta de lo increíblemente guapa que eres?

—Mariana es especial. Yo soy corriente.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó, mesándose los cabellos.

—Marta. Una y otra vez durante todo el tiempo que pasé en su casa.

Pedro soltó un taco.

—Hazme un favor, ¿quieres? Repite cinco veces al día: «soy una mujer preciosa. Eso dice Pedro».
¿Lo entiendes?

—Pero, ¡no soy sofisticada ni elegante!

—Eres auténtica —respondió Pedro.

Paula tragó saliva. Lo decía en serio. Se quedó muda un instante, pero le siguió escuchando.

—Has dormido una siesta de cinco horas. Debes estar agotada.

—No estoy acostumbrada al calor. Pedro le dedicó una mirada feroz.

—Dame un respiro. Estás molida. ¿Crees que no me doy cuenta? Así que tengo una proposición que hacerte. Hablaremos después de la cena, cuando Isabella se haya acostado.

—No estoy interesada en ninguna clase de trato que venga de tí y estoy segura de que eres muy convincente.

—No he llegado hasta la cima dejando que la gente me pisoteara. Así que no lo intentes.

—Haré lo que me dé la gana —dijo Paula enfurecida.

—Estás tentando la suerte, querida.

—No me llames querida.

—Solo es una forma de hablar, créeme.

Paula no sabía que era peor, si su autoridad o su sarcasmo.

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