miércoles, 24 de junio de 2015

Tentaciones Irresistibles: Capítulo 39

—Hola, soldado. ¿Por qué estás tan solo? —le dijo ella.
—Estaba esperando a la compañía adecuada.
—¿A quién te refieres?
—A tí.
—Creí que yo no era tu tipo —comentó ella.
—No dije eso, sólo quería que pasara algo de tiempo después de que estuvieras con mi hermano.
—Lo entiendo.
Agustín se levantó, y apartó una silla para ella.
—Siéntate. ¿Quieres beber algo?
Zaira se acercó a él, pero en vez de sentarse, lo agarró por la camisa y lo atrajo hacia su cuerpo. Su boca cubrió la de él en un breve beso que prometía fuego y deseo, y Agustín saboreó su calidez y su dulzura antes de incorporarse justo cuando ella se apartó.
—Vodka con tónica y una rodaja de limón, así que tendrás que conducir tú —dijo ella, mientras se sentaba en la silla.
Agustín se sentó en la suya, y agarró su cerveza.
—No hay problema, es la primera que me tomo esta noche.
Estaban en una esquina relativamente tranquila del local. La mesa redonda era bastante pequeña, y Zaira se acercó más a él antes de decir:
—Me ha sorprendido encontrarte aquí.
—¿Me estabas buscando?
—Cielo, yo siempre estoy buscando —contestó ella, con una sonrisa.
—¿Por qué? —le preguntó Agustín, antes de hacerle un gesto a una de las camareras para que se acercara y de pedir la bebida de Zaira.
—Eres uno de esos tipos a los que les gusta tener cierta relación además del sexo, ¿no? Supongo que vas a querer conocerme mejor.
—Quiero saber hasta tu color preferido —bromeó él.
—Vale, pero sólo por esta vez. Y no se lo cuentes a nadie, arruinaría mi reputación.
Zaira  colocó los codos sobre la mesa, con los pechos descansando sobre ellos. La posición abrió un poco su jersey, y Agustín pudo ver aquellas curvas que parecían suplicar que las exploraran.
—Estás intentando hacer trampa —le dijo, mientras mantenía la mirada en sus ojos deliberadamente.
—Un poco. ¿Funciona?
—Por supuesto, pero sigo queriendo hablar antes.
—¿Por qué te importa tanto? —le preguntó ella, perpleja.
—Porque esto es algo que no suelo hacer.
Los ojos de Zaira se suavizaron, y su boca se curvó en una sonrisa.
—Maldita sea, Agustín, no empieces a hacer trampa tú también. Supongo que vas a decirme que en el ejército no tuviste demasiadas oportunidades para charlar, y tampoco para tener relaciones sexuales. Estás intentando darme pena.
—¿Está funcionando?
En ese momento llegó la camarera con la bebida; cuando se fue, Zaira tomó un sorbo y dijo:
—Vale, deja de intentar manipularme. Vamos a hablar. ¿Por qué dejaste los marines?
Agustín  abrió la boca para decirle lo mismo que les había contado a Pedro y a Federico, pero lo que salió de sus labios fue:
—Porque estaba en deuda con un compañero.
—¿Le debías dinero?
—No. Ben era un marine bastante malo, pero un gran tipo —le explicó que Ben no había tenido ningún familiar vivo, y añadió—: Tengo una carta que debo entregarle a su novia.
—¿Por qué?, ¿por qué es tan importante esa carta?
—Es lo único que queda de él.
—Tiene que haber algo más, uno no deja el trabajo de toda una vida para entregar una carta. ¿Por qué estás en deuda con él? —Zaira le posó una mano en el brazo.
—Porque recibió una bala en mi lugar.
Agustín clavó la mirada en la mesa. Aún podía ver aquel momento como si acabara de suceder. Hacía frío en el pueblo, porque la noche anterior había nevado, y sus compañeros y él estaban siguiendo unas huellas. Se habían detectado insurgentes en la zona, y todo el mundo estaba alerta; él era el más experimentado de todos y sabía que iban a tener problemas, pero no había esperado que les dispararan desde las cuevas.
—No había ninguna huella en aquella dirección —dijo, hablando más para sí que con Zaira—. Yo mismo había comprobado las cuevas la tarde anterior, y no había nadie. ¿Cómo pudieron entrar sin dejar ninguna huella?
—Agustín…
—Ben oyó algo, no sé el qué exactamente, pero de repente me apartó de un empujón y un instante después estaba muerto. La bala le dio de lleno en el corazón, así que no pudo decir nada —Agustín se acabó la cerveza, y se reclinó en la silla—. Estoy en deuda con él, así que voy a encontrar a Ashley y le diré que murió como un héroe. Quiero que ella tenga la carta, porque ese muchacho se merecía importarle a alguien.
Zaira aún tenía la mano en su brazo, y la deslizó hacia abajo hasta que sus dedos se entrelazaron.
—Lo siento. Sé que suena manido y carente de sentido, pero lo siento de verdad. No se lo diré a nadie.
—¿Vas a guardarme el secreto?
—Sí —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas.
Zaira era una mujer muy hermosa, sin importar la edad que tuviera. Su boca tembló, y cuando una lágrima se deslizó por su mejilla, Agustín la atrapó con un dedo. Él siempre había pensado que debía de ser fantástico ser capaz de llorar, de aliviar el dolor que crecía en el interior de uno, pero nunca lo había conseguido.
Ni siquiera cuando había estado arrodillado, con el cuerpo inerte de Ben en sus brazos.
—Sé lo mucho que duele —susurró ella.
Agustín apreció su comprensión, aunque sabía que sólo eran meras palabras. Ella le apretó la mano, e insistió:
—Agustín, de verdad que lo sé. Estuve casada hace mucho tiempo, y tuve un hijo. Era un niño fantástico… listo, divertido, curioso… el mejor niño del mundo.
Otra lágrima empezó a deslizarse por su mejilla.
—Le adoraba. No sabía que era posible querer tanto a alguien, hasta que lo tuve y sentí que mi corazón no podía contener tanto amor. Habría hecho lo que fuera por él, habría muerto mil veces por él.
Hubo otra lágrima, y otra más. Zaira se las secó con la mano.
Agustín quiso salir corriendo de allí. Quería estar en cualquier otro sitio, porque no deseaba oír lo que Zaira estaba a punto de contarle; sin embargo, se quedó porque sabía que ella se quedaría sola si se marchaba, y era incapaz de hacerle algo así.
—Él tenía doce años. Íbamos en el coche, charlando y riendo, y fui a poner una cinta de música. Era algo que había hecho un millón de veces, pero se me resbaló y me incliné a por ella. Sólo fue un segundo.
Zaira liberó sus dedos de los de él, y se cubrió la cara con las manos.
—Sólo un segundo, pero el otro coche pareció surgir de la nada. Chocó de lleno contra el lado donde estaba él, y murió al instante. Yo no sufrí ni un rasguño, pero mi niño murió. Ni siquiera en mis brazos… murió allí, en el asiento. Grité y lo tomé en mis brazos, pero ya se había ido.
Agustín  se movió y la atrajo hacia sí. Al sentir sus sollozos no intentó reconfortarla con palabras vacías, sino que se limitó a abrazarla con fuerza.
—Así que lo sé —dijo ella contra su pecho—. Sé lo mucho que duele, lo que significa no poder perdonarse a uno mismo, porque yo fui incapaz de hacerlo. Todo el mundo me dijo que había sido una de esas cosas que pasan en la vida, que no era culpa mía… incluso mi marido. Pero se equivocaban, claro que fue culpa mía. Fui yo. Quería morirme, así que me tomé unas pastillas y me ingresaron en un centro durante un tiempo. Cuando me dieron el alta, me metí en un coche y conduje, conduje, conduje sin parar hasta el final de la carretera. Estaba en Seattle. Viví en mi coche durante una temporada, pero no podía olvidar lo que había pasado, sin importar cuánto sufriera.
Agustín colocó los dedos debajo de su barbilla, y la obligó a mirarlo a la cara. Zaira tenía las mejillas bañadas en lágrimas.
—Dios, duele tanto… —dijo ella—. Me duele cada minuto de cada día.
Agustín sintió su dolor como algo tangible que se mezcló con el suyo propio.
—Yo le quería, ¿por qué no pude salvarlo? —susurró ella.
—Nunca podemos salvar a aquéllos a los que amamos —le dijo él.
Agustín se puso de pie, y la ayudó a levantarse. Después de dejar un billete de veinte dólares sobre la mesa, la condujo hasta su coche.

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