viernes, 19 de junio de 2015

Tentaciones Irresistibles: Capítulo 14

—¿Vamos? —le preguntó, indicando con un gesto el gentío.
—Claro.
Y volvieron a sumergirse en la multitud.
Pedro se despertó de muy buen humor. La fiesta de la noche anterior había sido todo un éxito y esperaba que el evento recibiera muy buenas críticas, pero lo principal era que la gente empezaría a hablar de la comida de Paula y eso atraería a la clientela tanto como un artículo. Si la primera noche iba tan bien como la fiesta, en cuatro meses habría conseguido el éxito que buscaba y podría regresar a su propio negocio.
Se dio una ducha y se afeitó, y cuando estaba a punto de vestirse, el teléfono empezó a sonar. ¿Quién demonios podía llamarle a las siete y diez de la mañana? De inmediato pensó en Agustín… ¿acaso le habría pasado algo a su hermano? Preocupado, descolgó el teléfono de inmediato.
—¡Maldita sea, Pedro, esto es culpa tuya! —le gritó Paula, antes de que pudiera articular palabra—. ¡Ven ahora mismo al restaurante!, ¡lo digo muy en serio! Tienes veinte minutos —añadió, y colgó sin más.
Le costó lo suyo, pero Pedro logró llegar con cuarenta y cinco segundos de margen. Fuera cual fuese la crisis, iba a tener una charla con ella sobre la relación entre un gerente y un chef. Que ella estuviera a cargo de la cocina no la convertía en la dueña del mundo.
Fue a la parte trasera del edificio con el coche. Tal y como esperaba, las entregas del día estaban apiladas junto a la puerta. Paula estaba allí, junto a una Zaira bastante desaliñada.
Pedro no quiso ni pensar en lo que habría estado haciendo la amiga de Paula durante toda la noche, sobre todo teniendo en cuenta que tenía que ver con su hermano, así que aparcó y salió del coche. En cuanto lo vió, Paula se acercó a él a toda prisa.
—Huele esto —le dijo, mientras le ponía un pez enorme delante de la cara—. Vamos, huélelo.
Pedro obedeció, y de inmediato deseó no haberlo hecho. En teoría, el pescado fresco no debería oler a nada, y el pescado pasado olía… bueno, olía a pescado. Aquel pez en concreto apestaba como si hubiera muerto hacía tres semanas.
—Es todo pura basura —le dijo Paula, con los ojos centelleantes y las mejillas tan rojas como su pelo—. Los apios pueden atarse en nudos sin romperse, y las chalotas están prácticamente líquidas. Basura. ¿No te lo dije?, ¿no te advertí que este restaurante había tenido que cerrar por alguna razón? Pero claro, tú no me hiciste ni caso, ¿verdad?
Paula  respiró hondo para recuperar el aliento, y siguió diciendo:
—¿Tienes idea de la cantidad de reservas que tenemos para esta noche?, estamos al completo. Desde las seis hasta las diez, no queda ni una sola silla libre, y estamos hablando de dar de cenar a unos trescientos comensales. ¿Sabes cuánta comida tengo?, ¡ninguna! ¡Cero! Tengo un jodido paquete de maicena y tres puerros, y tengo que preparar la cena para trescientas personas.
—Paula…
Ella lo ignoró, y añadió:
—Te dije que tenían que meter la pata una sola vez, y ya lo han hecho. Voy a traer a mi propia gente, lo que me parece genial, pero sigo con el problema de hoy. Quiero la cabeza de alguien en una bandeja, y la quiero ya y cruda. La cocinaré yo misma.
Entonces se volvió, y entró echa una furia en el restaurante.
Pedro se sintió dividido entre la admiración por su fogosidad, y la necesidad de ocuparse del desastre que tenían entre manos.
Zaira se lo quedó mirando con atención, y le dijo:
—Ni se te ocurra, muchachote. Ya metiste la pata hasta el fondo con ella una vez.
Pedro  ignoró el comentario.
—Dile al repartidor que se lo lleve todo —más tarde llamaría para cancelar el contrato, pero en aquel momento tenía un problema mayor: la cena para trescientas personas.
Entró en el restaurante y encontró a Paula en la despensa refrigerada, haciendo inventario.
—Tengo gambas —dijo, con una nota de histeria en la voz—. Genial, si las partimos por la mitad, a cada persona le tocará un trocito. Fantástico. Venga al Waterfront, y saboree su media gamba —se volvió, y al verlo le dijo con impaciencia—: apártate de mi camino.
—Quiero ayudarte.
—Y vas a hacerlo. Dime que conduces algo más grande que ese juguetito tan caro.
—También tengo una furgoneta.
—Perfecto, ve a buscarla y ponte algo cómodo. Nos vamos al mercado, pero antes voy a llamar a mis proveedores de pescado para ver si pueden ayudarme en algo. Me van a cobrar un ojo de la cara por un pedido de última hora.
—Les pagaremos lo que te pidan —Pedro se acercó a ella, y la agarró de los hombros—. Siento que nos hayan traído una basura, pero vamos a solucionar esto. Podemos abrir esta primera noche con el menú del chef, y fingir que eso era lo planeado.
—Ya lo sé, pero a ti te toca lo fácil. Sólo tienes que imprimirlo con tu ordenador y añadirlo a la lista de menús, pero a mí me toca idearlo todo, asegurarme de que tenemos bastante comida y cocinarla.
—Puedes hacerlo.
—Eso es una suposición tuya.
Pedro vió el brillo de duda en sus ojos y pudo sentir su dolor y su enfado, pero no se le ocurrió ni una sola cosa para conseguir reconfortarla. Ella no se merecía aquello, y lo peor era que él tenía en parte la culpa del problema, porque había insistido en conservar a los antiguos proveedores.
—Eh…
—¿Qué?, cualquier posible solución sería bienvenida —lo animó ella.
Al ver que él permanecía en silencio, Paula suspiró y dijo:
—Sí, yo tampoco tengo un milagro en la manga. Vale, nos vemos en el mercado en tres cuartos de hora, veremos lo que hay disponible y montaré un menú. Entonces nos pondremos manos a la obra, y empezaremos a rezar para que la cosa salga bien.

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