viernes, 19 de junio de 2015

Tentaciones Irresistibles: Capítulo 11

—Puede que los clientes lo pidan.
—No después de probar el pescado, pero dejaré que se lo pongan a las patatas fritas.
—Qué amable. ¿Vas a poner un cartel para explicarlo?
—Había pensado en ponerlo en el menú —dijo ella, con una sonrisa—. Podría poner un asterisco junto al nombre del plato, y explicar las normas en una pequeña nota a pie de página.
A Pedro le molestó un poco su seguridad en sí misma. Cortó un trozo de pescado, y se lo llevó a la boca. Tenía un rebozado crujiente, tal y como había esperado, pero no resultaba demasiado duro. Mientras masticaba, los distintos sabores parecieron estallar en su boca. El pescado estaba en su punto, y tenía un cierto regusto especiado… no, era más dulce que picante.
Pedro tomó otro bocado, para intentar descubrir qué era lo que le había echado al rebozado. ¿Sería alguna especia tailandesa? No, más bien parecían chiles… ¿y qué era aquel sabor tan sutil?
Soltó un juramento para sus adentros. Aquello era mejor que bueno, era casi adictivo, y tuvo que obligarse a dejar a un lado el pescado en vez de devorarlo. De forma deliberada, se centró en las patatas. Su corte en forma de pajita les daba un aire elegante, y era obvio que estaban sazonadas. Mordió una… crujiente por fuera, pero blanda por dentro, y las especias añadían un toque fantástico.
Pedro pasó a la ensalada de col, y tuvo que rendirse. Tendría que haberlo sabido, porque a Paula le encantaba experimentar hasta que encontraba la mezcla justa de especias. Sin duda, llevaba meses trabajando en aquellas recetas.
Levantó la mirada hacia ella. Estaba apartada a un lado, con los brazos cruzados y expresión paciente.
—Tú ganas, está buenísimo —le dijo, con un suspiro— . No sé lo que le has puesto al rebozado del pescado…
—No voy a decírtelo, es un secreto de la chef —le interrumpió ella, sonriendo con satisfacción.
—Lo suponía. Ponlo en el menú, junto con los otros platos que puse en duda.
La sonrisa de Paula se volvió engreída.
—Ya lo he hecho. Zaira envió el pedido a la imprenta esta mañana.
—¿Va a quitar alguien el jodido salmón del fuego? —gruñó Burt, con voz furiosa.
—No es mi salmón, cabrón —le dijo Juan, antes de cortar en dos un puerro de un golpe certero con el cuchillo.
Paula hizo caso omiso del elevado uso de palabrotas, de los gestos y las actitudes de machito y de los empujones y los tira y afloja que eran de esperar mientras el personal de cocina aprendía a trabajar como un equipo. Con el tiempo, lograrían perfeccionar una delicada danza que crearía platos perfectos a una velocidad de vértigo y sin perder ni un ápice de calidad, pero en las primeras noches habría un montón de incidentes.
Pero nada demasiado grave, se dijo Paula, mientras cruzaba los dedos. Un cóctel para quinientas personas era sólo el calentamiento, al día siguiente empezarían a servir las verdaderas cenas.
Jaime, su segundo chef, estaba preparando más salsa para los pasteles de maíz, y sin molestarse en levantar la vista mientras añadía un poco de aceite de oliva extra virgen, dijo:
—El salmón es mío, así que dejadlo en paz, nenazas.
La cocina de un restaurante era mayoritariamente un mundo masculino, y Paula había aprendido a trabajar en aquel ambiente en la escuela de cocina. Al principio se había sentido escandalizada por los insultos, los apodos que sonrojarían a un criminal y la necesidad de inventarse palabrotas cada vez más creativas, pero con el tiempo había llegado a considerarlo parte de la jerga especializada de su ámbito de trabajo. No solía tomar parte, pero si resultaba necesario, podía enmudecer a cualquiera de su equipo con un repertorio impresionante de groserías; sin embargo, prefería reservarse para ocasiones especiales.
Cuando alguien dejó una bandeja de gambas empanadas con miel, Zaira se apresuró a empezar a decorar los platos. Primero puso un poco de salsa, y después añadió una ramita de especias y espolvoreó por encima un poco de cebolleta. También había copas de crema de langosta, patatas fritas con trochos de pescado rebozado encima, salmón sobre pasteles de maíz y un surtido de postres.
Paula no podía oír gran cosa debido al silbido del vapor, al ruido de la parrilla y al parloteo del personal, pero le echó una mirada al reloj y comprobó que hacía media hora que había empezado la fiesta.
—Tengo que irme —murmuró, y se fue desabrochando la bata mientras se dirigía hacia su despacho.
—Sí, si no te vas ahora, no se nos reconocerá ningún mérito por la comida —le dijo Jaime—. Ve y mézclate con los invitados, y después vuelve a felicitarnos y a decirnos lo brillantes que somos.
—Sí, claro —contestó Paula. Cerró la puerta, y se quitó la bata.
Debajo llevaba un jersey de seda bastante escotado, y una chaqueta negra a juego con los pantalones. Se había puesto unas botas de tacón en vez de los zuecos y se había dejado el pelo suelto, aunque aquello era fatal en una cocina; sin embargo, esa noche su trabajo no consistía en cocinar, sino en charlar de naderías con la flor y nata de la sociedad de Seattle.
Después de comprobar su maquillaje, se volvió justo cuando se abría la puerta. Zaira asomó la cabeza, y comentó:
—Estoy dudando entre dos camareros, así que necesito que me ayudes a elegir. Te los señalaré, para que me des tu opinión.

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