sábado, 30 de mayo de 2015

Cuestiones Privadas: Capítulo 66

-Sí -susurró, enterrando el rostro en la delicada curva que formaban el cuello y el hombro femeninos.
Ella cayó de nuevo sobre él y le acarició los labios con los dedos. Pedro se los metió en la boca mientras le desabrochaba la cremallera del vestido. Luego le apartó el pelo y le besó el cuello.
La piel de Paula parecía de seda. Pedro le habría rasgado el vestido para disfrutar cuanto antes de su cuerpo, pero en lugar de ello, se lo bajó hasta la cintura y comenzó a acariciarle los senos. Cuando los pezones se le pusieron rígidos, Pedro notó su propia excitación.
-¿Te gusta? -Oh, sí, sí... Yo...
Paula le hizo darse la vuelta y la besó. Le mordisqueó el labio y luego deslizó su lengua en la boca de ella. Ella tembló y se apretó contra él, que se estremeció casi violentamente.
Paula  era suya. Suya y de ningún otro hombre.
Nunca había pertenecido a nadie y jamás pertene...
Pedro, al borde del abismo, no pudo seguir pensando. Paula estaba abrazándolo, lo besaba y susurraba su nombre. Y él no podía pensar, no podía hacer nada más que sentir.
La besó de nuevo apasionadamente y notó que el vestido se le caía al suelo. Entonces, fue cuando vio a Paula, a su Paula, por primera vez.
Esa mujer era el sueño de todo hombre. Su cuerpo era delgado y femenino a la vez. Su piel ardía por el deseo. Llevaba ropa interior de encaje blanco y también eran blancas las medias que acababan en los muslos. Todo era blanco y suave como la nieve.
Pero las botas, que le subían hasta media pierna, eran negras como la media noche y como el pecado.
Pedro se estremeció de nuevo y se juró a sí mismo hacerlo más despacio esa vez.
Se inclinó sobre ella y la besó antes de arrodillarse para quitarle las botas. Lo hizo despacio, deteniéndose para besarle los tobillos y la zona de detrás de las rodillas. Oyó que ella daba un suspiro y notó su mano en el pelo mientras se levantaba y le acariciaba los muslos, repitiéndose una vez más que tenía que ir despacio para no asustarla...
- Paula-susurró mientras agarraba sus muslos y apretaba el rostro contra sus braguitas blancas.
El grito de placer de Paula estuvo a punto de hacerle perder el control. Podía sentir el calor y la humedad de su sexo a través de la tela fina. El olor de la excitación de ella era perfume para su alma. Su gorrión temblaba de deseo y era por él.
- Eres preciosa - susurró él, levantándose y abrazándola -. Tanto, que creo que se me va a parar el corazón.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos.
- Tú también. Nunca vi a un hombre tan guapo, Pedro.
-¿Quieres que me desnude, gorrión?
-Sí, por favor.
Bajo la atenta mirada de ella, Pedro se desabrochó la camisa y la abrió. Paula gimió de placer al ver su cuerpo fuerte y caliente. Sin pensarlo, se acercó y apretó los labios contra la columna de su cuello.
Pedro tembló.
-Oh, Dios, Paula -murmuró y por primera vez, ella supo lo que significaba gustar a un hombre. No. No a un hombre. A Pedro. A Pedro, a quien...
Paula se echó hacia atrás y pensaba darse la vuelta, pero él la agarró y la besó. No fue un beso dulce. La boca de él fue exigente y su lengua, posesiva. Entonces, Paula sintió que lo amaba.
Amaba a Pedro Alfonso. Le gustaba todo en él. Su rostro, su poderoso cuerpo, su inteligencia, su humor, su mal genio y lo apasionado que era.
¡No! No quería amar a Pedro. No quería amar a ningún hombre y menos a uno que tenía todo lo que ella había jurado evitar, todo lo que a sus hermanas les resultaba fascinante. Pedro era demasiado guapo, demasiado viril, demasiado peligroso, demasiado inquieto... Paula contuvo el aliento.
Ya era tarde para pensar o lamentarse. Pedro la estaba acariciando, desabrochándole el sujetador, acariciando sus senos, lamiendo sus pezones y mordiéndoselos suavemente mientras le quitaba las braguitas.
Paula  gritó y se agarró a los hombros de Pedro, buscando apoyo. Él gritó su nombre y se quitó la ropa. Luego, la tomó en sus brazos y la llevó al lado de la chimenea.
-Pedro-dijo ella, temblando de emoción.
- No tengas miedo, Paula.
No tenía miedo. Al menos, no de Pedro. Tenía miedo de lo que sentía, de lo que deseaba y nunca podría tener.
-Por favor, Pedro, por favor.
Paula abrió los brazos y Pedro, gimiendo, separó sus muslos para enterrarse en aquella profunda suavidad. La profunda suavidad que le pertenecía.
La profunda suavidad de Paula...

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