jueves, 14 de mayo de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 82

Temía que efectivamente pudiera huir  yque él nunca pudiera encontrarla.
 —Vete... —musitó ella, secándose las lágrimas con un pañuelo que le dió el señor Gimenez.
 — ¿Me vas a escuchar por lo menos?
  -No.
 —Mira, yo...
-¡Papi!
Franco entró corriendo y se arrojó a los brazos de Pedro. Este cerró los ojos para saborear aquel amor tan puro y volvió a colocar al niño en el suelo.
—Papi, ¿has venido a verme? Harry está en el jardín. Ya sabe ir a por los palos. ¿Quieres verlo?
—Dentro de un momento, hijo.
—Tu papá tiene que marcharse, Franco —dijo Paula—. Está muy ocupado.
Pedro miró a Paula y comprendió que todo era culpa suya. Tal vez más de lo que había pensado en un principio. De repente, sin saber por qué, miró a Paula al vientre. Lo observó con mucha curiosidad.
Como Paula  se estaba secando los ojos, no se dio cuenta de aquella mirada, pero el señor Gimenez sí.
Cuando miró al guardaespaldas, vio que éste le guiñaba un ojo. Pedro comprendió inmediatamente lo que significaba y se sintió embargado por la sorpresa y el gozo.
Con un suave movimiento de cabeza, Gimenez le indicó que no se delatara. Conocía a Paula.Si Pedro mostraba que sabía su estado, Paula saldría huyendo. Gimenez no quería que eso ocurriera. Ella amaba a Alfonso y, si aquella mirada servía de indicación, él se moría de amor por ella. Todo había sido un estúpido malentendido. No iba a consentir que los dos vivieran otros seis años de tristeza por una tontería.
No sabía qué hacer, pero tenía que pensar en algo antes de que Paula tomara una desastrosa decisión por orgullo. Como su jefa no estaba en condiciones de pensar racionalmente, él iba a hacerlo en su nombre.
Pedro no sabía qué hacer. Aunque había esperado que hubiera otro hijo, la realidad le resultó abrumadora. En silencio, Smith le estaba advirtiendo que no empujara a Paula. Evidentemente, estaba fuera de control emocionalmente y lo que le había dicho la noche que regresó lo había empeorado todo.
Había estado tan cerca de conseguir que ella se marchara como hacía seis años... Entonces, él había permitido que sus dudas e inseguridades turbaran los sentimientos que tenía hacia ella. Jamás habría creído que perdería la batalla por conseguir los poderes. Aunque su propia junta de accionistas se aliara con Paula y rechazara la absorción de Gonzalez, ella seguiría teniendo todos los ases en la manga. A pesar de todos sus esfuerzos, Paula controlaba su empresa. Ella era su dueña. Su orgullo masculino se había llevado un duro golpe. Cuando ella se presentó en la casa no había podido pensar con claridad. Por eso la había echado. Tampoco se había imaginado que ella estuviera embarazada. Una vez más, la había rechazado. ¿Es que nunca iba a aprender de sus propios errores?
—Dios, soy un estúpido de primera clase —dijo en voz alta. Entonces, observó la sorpresa que se dibujó en los ojos de Paula—. Sí, me has oído bien. No aprendo nunca. Si algo va mal, siempre es culpa tuya, no mía. Perdí los poderes y mi orgullo no pudo soportarlo. Tiré por la ventana todo en lo que habíamos estado trabajando y te mandé hacer las maletas. Ni siquiera con eso me bastó. Te dije que mi empresa significaba más para mí que Franco  o tú y te amenacé con llevarte a los tribunales para conseguir la custodia del niño. Soy una joya. Si estuviera en tu lugar, haría que Gimenez me arrojara a la calle por la ventana.
Paula no sabía qué decir. Estaba esperando más acusaciones, más ira. No había anticipado algo así. Lo miró atónita, sin poder hablar.
—Es mejor que esperemos hasta que te hayas curado —comentó Gimenez—. No queremos deshacer el duro trabajo del doctor Danbury. Además, tendríamos que sustituir la ventana y con este frío...
—Tienes razón —afirmó Pedro.
Franco se había marchado al ver que los adultos empezaban de nuevo a discutir. El señor Gimenez miró hacia la puerta trasera y sonrió.
—Es mejor que vaya a ver qué está haciendo Franco. Si ha vuelto a salir al jardín, debería ponerse un abrigo más grueso.
—No puedes dejarme aquí con él —aulló Paula.
—Venga ya, Pau—dijo Gimenez—. No puedes estar huyendo toda la vida. Mira, Pedro. Ya ha empezado a hacer las maletas para marcharse de aquí. Si quieres hacer algo al respecto, es mejor que te des prisa.
— ¡Traidor!—lo acusó ella.
Gimenez se limitó a dedicarle una sonrisa antes de marcharse. De repente, se quedaron solos. Paula se sentía muy vulnerable con Pedro, nerviosa y tímida.
No podía mirarlo a los ojos y él no dijo ni una palabra.
Pedro se sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. Entonces, miró el encendedor que ella le había dado hacía tanto tiempo.
—¿Sabes que llevo este mechero desde que te marchaste de Billings? Me lo diste tú, ¿te acuerdas?
—Sí. No tenía mucho dinero, pero compré el más caro que me pude permitir. Está chapado en plata. Pensé que se lo darías a uno de tus hombres o lo tirarías después de que yo me hubiera marchado. Cuando regresé, me sorprendió mucho ver que seguías utilizándolo.
—Era lo único que me quedaba de ti. Cada vez que lo tocaba, era como tocarte a ti. Como recordarte.
—Yo creí que eso sería lo último que desearías.
—¿De verdad? —preguntó Pedro. Se acercó al sofá y se sentó enfrente de ella—. La semana pasada dije muchas tonterías. He venido para disculparme. Debería haber venido antes, pero mi orgullo no me lo ha permitido y ni siquiera estaba seguro de que me dejaras entrar después del modo en el que te traté. He venido a decirte que me gustaría que el señor Gimenez, Franco y tú regresaran a casa.
—Ésa no es nuestra casa...
—Sí que lo es —susurró él, en un tono tan tierno de voz, que provocó de nuevo lágrimas en los ojos de Paula—. La casa no es un lugar, sino la gente que vive en ella. Echo de menos a la iguana. La casa está muy vacía sin ella. No tengo marcas de las uñas en las cortinas ni escamas en la alfombra. Se me está rompiendo el corazón.
—Tal vez el señor Gimenez te la preste —afirmó ella, sin ceder ni un ápice—. O tú te podrías comprar una iguana para tí.
—Puede que tenga una recaída si no estás cerca — insistió—. Me obligo mucho.
—Tu madre está muy preocupada al respecto —comentó ella.
—Y tiene razón. Si tú regresaras a casa, seguramente me tomaría las cosas con más calma. Franco podría leerme cuentos y Gimenez  y yo nos pelearíamos por ti.
—El señor Gimenez  es mi amigo. Mejor de lo que tú lo hayas sido nunca.
—No lo dudo. los cuida con la ferocidad de un león. Mientras él esté cerca, no les ocurrirá nada. He cambiado de opinión sobre él. Tendrá que quedarse con nosotros. Tal vez se pueda ocupar de la seguridad de mi empresa.
—El señor Gimenez se viene conmigo. Y yo me marcho a Chicago.
—Estarás sola. Como yo. Ni siquiera Franco o Gimenez  podrían compensar eso.
—Llevo mucho tiempo sola, Pedro. Estoy acostumbrada. Sólo necesito mi trabajo.
—No lo creo.
—Lo creías cuando me echaste.
Pedro dio una profunda calada al cigarrillo y soltó una nube de humo.
—Me porté como un idiota. Los hombres se portan así cuando se sienten amenazados.
—Si yo no hubiera conseguido esos poderes, Joaquín te habría absorbido sin dudarlo. Habría despedido a toda tu gente y habría colocado a los suyos. Tú te habrías quedado en la calle. Es el hermano de Juan y él lo enseñó muy bien. Como a mí.
—Yo creía que tú te habrías adueñado de mi empresa para demostrarle a Joaquín que no podía quedarse con la tuya.
—Estaba salvando tu preciosa empresa para nuestro hijo. Doy por sentado que tienes la intención de retirarte algún día. Alguien tenía que salvarte de Joaquín...
Él no la estaba escuchando. No hacía más que pensar lo hermosa que era, con aquel largo cabello castaño, los ojos y la piel radiante.
—Pedro, ¿me estás escuchando?

No hay comentarios:

Publicar un comentario