miércoles, 13 de mayo de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 81

—Sí. Que duermas bien.
Estaba tan cansada que así fue. Pudo mantener los ojos abiertos lo suficiente para poder llegar a su dormitorio. Un segundo después de que su cabeza tocara la almohada, quedó sumida en un profundo sueño.
Paula se levantó y se vistió rápidamente a la mañana siguiente. Hizo sus maletas. Si Pedro quería que se marchara, no iba a discutir con él. Tenía su orgullo. Franco estaba ya vestido, pero, cuando le dijeron que se iban a marchar, se puso a llorar. Paula tranquilizó al niño lo mejor que pudo mientras le pedía al señor Gimenez que se ocupara de recogerlo todo. Ana estaba muy triste, pero Paula le prometió que se aseguraría que el niño pasara mucho tiempo con ella... y con su padre.
Como no quería enviar a Franco al colegio en aquel estado, lo acompañó y le explicó a la profesora que su vida familiar andaba algo revuelta, sin entrar en detalles. Ésta se mostró muy comprensiva y prometió llamar a Paula si el niño no se mostraba contento.
A continuación, el señor Gimenez y ella regresaron a la casa de la tía Gladys.
Pasó una semana, en la que Pedro ni llamó ni realizó intento alguno por ponerse en contacto con ella. A través de Ana, Paula se enteró de que estaba ignorando por completo la situación, aunque parecía tener muchas excusas para no estar en casa. Por su parte, Paula se encontraba muy triste y deprimida. Además, las náuseas iban empeorando día a día.
El sábado siguiente empezó a nevar. Franco y el señor Gimenez salieron a jugar en el jardín con la nieve mientras Paula descansaba. Decidió hacer algunas llamadas telefónicas para asegurarse de que Joaquín no se estaba aprovechando de sus poderes antes de que ella pudiera tirárselos a Pedro a la cara. Planeaba que fueran un regalo de despedida, dado que estaba convencida de que él no iba a ceder. En ese caso, era mejor que se marchara a Chicago. Ya no quedaba nada para ella en Billings.
—¿Va todo bien? —preguntó el señor Gimenez al verla tumbada en el sofá.
—Sólo estoy algo cansada.
—Necesitas ver a un médico. Tienes un aspecto muy pálido.
-No.
—Te concertaré una cita —dijo. A pesar de las protestas de Paula, llamó al médico. Consiguió una cita con el doctor Bryner a la mañana siguiente—. E irás —añadió—. Aunque tenga que llevarte a cuestas.
— ¡Ni te atrevas! —le espetó ella—. Estoy harta de los hombres. ¡los odio a todos! No estaría así si no fuera por Pedro.
—Tú eras la que quería evitar que Joaquín...
—No me refiero a eso —rugió ella—. ¡Me refiero a esto! —añadió, colocándose una mano sobre el vientre.
—¿Otro niño? —Preguntó el señor Gimenez, sonriendo de oreja a oreja—. Tal vez esta vez sea una niña, Pau.
Ella se echó a llorar. Llora aún más al recordar lo tierno que Pedro se había mostrado con ella la noche antes de que tuviera que regresar a Chicago. Era precisamente aquella ternura la que había esperado encontrar a su regreso. Así, le habría contado lo del embarazo. Sin embargo, todo había salido mal.
—Maldito sea...
Smith la tomó entre sus brazos y sonrió.
—Venga, venga... Tranquila.
— ¡Lo odio!
—Sí, ya lo sé.
Alguien llamó a la puerta, pero el señor Gimenez no fue a abrir. La puerta no estaba cerrada con llave y sabía muy bien quién era.
—Hay alguien en la puerta —susurró ella.
—Es cierto.
Mientras hablaba, una puerta se abrió y se cerró. Pedro entró en el salón, con un aspecto tan agotado y triste como el de la propia Paula. Sin embargo, cuando la vio entre los brazos del señor Gimenez, la ira se le reflejó en la mirada.
—Suéltala —le espetó a Gimenez.
—Ni te atrevas a hablarle así —dijo Paula, abrazándose con más fuerza a Gimenez—. ¡Vete al infierno, Pedro Alfonso!
—¿Por qué estás llorando? —Le preguntó Pedro, con un gesto de arrogancia—. ¿Vuelves a tener la conciencia culpable?
—No tengo nada de lo que sentirme culpable.
—¿Acaso robarme mi empresa delante de mis narices no te parece razón suficiente?
—Si no te gusta, róbamela a mí.
—Gracias. Eso es precisamente lo que tenía en mente —replicó. Entonces, miró de nuevo a Gimenez—. Supongo que eres su nuevo interés amoroso.
—Esa suerte que tengo —repuso Gimenez.
—Suéltala y sal fuera —le ordenó en voz muy baja.
—Estaré encantando, pero lo haré cuando deje de nevar —dijo Gimenez, sin perder los nervios—. No quiero que te caigas de espaldas.
Pedro avanzó hacia él con una ira que casi no podía contener.
—No te atrevas a tocarlo —le desafió Paula—. Él me quiere. No me grita ni duda de todo lo que le digo ni pasea a sus mujeres delante de mí. ¡Tampoco me utiliza para llegar a mi hijo!
—Yo jamás hice eso —dijo Pedro.
—¿No? —Preguntó ella con los ojos llenos de lágrimas—. Me sedujiste para poder tenerme en la casa y así ver a Franco. Sin embargo, cuando descubriste que yo tenía el control de Alfonso Properties dejaste de sentir cariño por nosotros. Eso me dijiste la semana pasada. Tal vez jamás nos quisiste. Lo único que te importa es tu maldita empresa —sollozó, ya abiertamente, antes de ocultar el rostro contra la camisa de Gimenez—. ¡Vete a dirigirla! ¡No la quiero! ¡No la quise nunca!
Pedro no sabía qué decir. Jamás se había sentido tan indefenso. Probablemente Paula tenía derecho a creer que aquellos habían sido sus motivos. Se había mostrado muy hostil con ella desde que regresó y la había acusado de haberlo vendido sin molestarse en conocer su versión de la historia. Le había dicho cosas terribles...
Se maldijo por su propia estupidez. La ausencia de Paula lo había vuelto loco. Además, la maestría con la que se había enfrentado a su cuñado y había aguantado su posición le había herido en su orgullo.
—Paula... Tal vez podríamos ir a dar un paseo en coche. Para hablar...
—Ve a hablar tú solo, Pedro. Ya no pienso volver a hablar contigo. Mañana, nos marcharemos a Chicago. Si quieres buscarte un abogado para tratar de arrebatarme a Franco, hazlo. Sin embargo, espero que el abogado sea bueno y tengas mucho tiempo y dinero, porque tendrás que encontrarnos primero.
—No se trata de eso, Paula—susurró.

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