domingo, 10 de mayo de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 66

-Pedro...
—Calla —susurró él, antes de tirar de ella para poder besarla.
Paula se dejó llevar por la calidez de aquella boca. Cerró los ojos y se entregó. Pedro la besó suavemente durante mucho tiempo. Ni incrementó la presión ni se dejó llevar por la pasión que normalmente prendía entre ellos segundos después de tocarse. Le acarició dulcemente la garganta, las mejillas y la comisura de la boca mientras saboreaba la dulzura de los labios de Paula.
Cuando la soltó, ella parecía maravillada. Tenía los ojos vivos, ardientes y la boca suavemente henchida.
—La próxima vez que hagamos el amor, no va a parecerse a nada de lo que hayas experimentado nunca. Va a ser como ese beso, suave, lento y tan tierno que vas a llorar entre mis brazos.
Paula se echó a temblar. Aquellas palabras la excitaban, igual que la mirada que veía en sus ojos. Pedro jamás había sido tierno con ella. Lo que habían experimentado siempre había sido explosivo y urgente, casi demasiado apasionado.
—No comprendo—susurró ella.
— ¿No? —musitó Pedro. Tomó la mano de Paula y se llevó la palma a la boca besándola con lenta y perezosa pasión.
La tenía embrujada una vez más. Paula lo miró y volvió a enamorarse de él. Aunque se marchara de Billings, aquel sentimiento no se detendría. Iba a pasarse el resto de su vida amándolo y jamás sería suficiente. Lo único que él podía ofrecerle era una ardiente aventura.
—No —exclamó ella, apartando la mano y poniéndose de pie—. ¡No! ¡Que me aspen si te permito que me vuelvas a hacer esto!
—Paula, no es lo que tú crees...
—¿No? Tú me deseas —replicó ella, riendo amargamente—. No te cansas de mí. Soy una especie de zombie sexual cuando estoy contigo. No tengo el suficiente orgullo para decirte que no.
—No lo comprendes —insistió él, desesperado por hacerle comprender que no estaba tratando de meterla en la cama para tener una aventura más.
— Sí, claro que lo entiendo. Ahora, tengo que ir a ayudar a preparar el almuerzo. Hasta luego.
— ¡Paula!
Ella se marchó sin contestar. No la vio durante el resto del día, porque Paula se encerró en su despacho y se negó a abrir la puerta.
Efectivamente, tenía mucho trabajo. Sin embargo, se sentía preocupada. Hasta Franco lo notó. Sin embargo, fue Ana quien la arrinconó en el comedor a la mañana siguiente, mientras esperaba que la señora Dougherty terminara de preparar el desayuno. Estaban tomando un café mientras que el señor Gimenez y Franco desayunaban con Pedro.
—El mundo es de los hombres —comentó Ana—. No esperaba que Pedro me hablara, pero no creí que te apartara a ti también.
—No lo ha hecho —respondió Paula—. Me he apartado yo. No voy a consentir que siga utilizándome.
—Entonces, por eso ha estado tan explosivo últimamente. Pobre Pedro.
—Pobre yo —la corrigió Paula—. No voy a ser el juguete de tu hijo. Ya no soy la camarera de entonces.
—Por supuesto que no. Eres una ejecutiva muy capaz con independencia y riqueza. Sin embargo, la vida es muy solitaria y vacía así, Paula.
—Así no se hace una ilusiones. He estado viviendo en el limbo, mostrándome perezosa, pasando tiempo con mi hijo, observando cómo Pedro se recuperaba. Sin embargo, ahora que va para arriba, ya no me necesita.
—Eso no es cierto. Tal vez a mí me haya desterrado, pero no estoy ciega. No te mira del modo en el que solía hacerlo. Algo ha cambiado.
—Es sólo porque ha estado indefenso.
—No. Te mira como yo solía mirar a Garson Hathaway, el hombre al que amé de verdad. Él era trece años mayor que yo, pero la diferencia de edad no importó jamás. Nos enamoramos. Cuando yo salía con Garson, mi madre lo hacía con un ferretero. Él le dijo que yo estaba saliendo con un indio y se enfadó mucho conmigo. Llegó a encerrarme en mi dormitorio. Garson le pidió a Horacio que viniera a ver si yo estaba bien. Mi madre y mi hermana, al ver lo rico que era Horacio, me animaron a que me liara con él. Yo miré a mi madre y vi en lo que podía convertirme sin dinero. Sentí pánico. Empecé a salir con Horacio y no volví a ver a Garson. Garson se marchó a Vietnam odiándome. Murió dos semanas después. Yo entonces ya estaba embarazada. Horacio se casó conmigo y yo no volví a ver a mi madre. No podía soportar quién era. Me pasé el resto de mi vida de casada cuidando de mi hijo y tratando de ser una mujer de la alta sociedad... Paula, mi vida es una mentira. Yo deseaba ser respetable más que tener comida en el estómago. Horacio me dio riqueza y poder, pero su comportamiento me hizo una desgraciada. Yo creí que si Pedro se casaba bien, podría asentar aún más mi lugar en la sociedad. Sin embargo, ser respetado no es algo que se pueda comprar. Hay que ganárselo.
— ¿No crees que te lo has ganado ya en todos estos años? —Le preguntó Paula—. He averiguado mucho desde que llegué aquí. Formas parte de una docena de comités benéficos, vas al hospital y a las residencias, trabajas en los programas de alfabetización... Por el amor de Dios, ¿qué importa lo que fueran tus padres o si estabas casada o no cuando te quedaste embarazada? Como yo, tú vas a la Iglesia. ¿No crees que Dios comprende cómo nuestra propia naturaleza humana nos empuja a tomar las decisiones equivocadas? Somos humanos porque Él nos hizo así. Sin embargo, tú no puedes aceptar que lo eres.
—Creo que estoy aprendiendo a hacerlo. Gracias a tí —añadió con una sonrisa—. Tú me has hecho mirarme y ver que la verdad es dolorosa, pero que limpia. Me siento una mujer nueva.
—Me alegro. Siento que te desmayaras en la reunión de su empresa. No me habría perdonado nunca que te hubiera ocurrido algo terrible.
—Hemos aprendido a comprendernos. Y lo mejor es que Pedro se va a poner bien.
— Sí. Ahora, lo único que tenemos que hacer es conseguir que él comprenda que las personas no son perfectas.
— Creo que lo conseguiremos, Paula. Sabe que yo lo quiero, pero me culpa por el pasado... Le he supuesto muchos problemas...
—De eso hace mucho tiempo. Ahora, tienes un nieto al que le encantan los pastelillos y leerle a su padre.
—Es más de lo que merezco —susurró Ana—, pero gracias por el tiempo que me has dado con Franco. No sabes lo especial que ha sido para mí. ¿Permitirás que me escriba cuando se vayan?
—Por supuesto —dijo Paula, aunque no quería ni pensar en volver a Chicago.

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