lunes, 18 de mayo de 2015

Cuestiones Privadas: Capítulo 11

Seguro que había sido la cafeína, pensó Pedro mientras salía del ascensor y comenzaba a caminar sobre las baldosas de mármol gris en dirección a su despacho. Pero la obsesión de la gente por seguir una dieta sana le ponía nervioso. A él le gustaba el café y la carne. De manera que si alguna vez tomaba por casualidad un trozo de tofu, quería que fuera sin ser consciente de ello.
Aun así, ¿qué podía haberle mantenido despierto casi hasta el amanecer si no había sido la cafeína? O quizá había sido la comida china que había encargado para cenar. Aunque lo cierto era que no había comido demasiado.
Pedro  entró en su despacho con el ceño fruncido. El joven que llevaba el correo llegaba en ese momento, patinando por el pasillo.
-Buenos días, señor Alfonso. Aquí tiene su correo.
Pedro  lo miró con expresión sombría y el chaval le dio un montón de cartas.
-Esto es para mi asistente personal.
-¿Su qué?
-Mi asistente personal. Mi secretaria... -la expresión de Pedro se hizo más sombría -. Se supone que le tienes que dar a ella el correo.
-Ah, se refiere a Paula, ¿no?
Por un motivo que no habría sabido explicar, Pedro notó que su nivel de adrenalina se disparaba.
-Se llama señorita Chaves -replicó con frialdad.
-Sí, sí, Paula, lo que he dicho -comentó el joven-. Es muy simpática y tiene unos ojos muy bonitos.
Pero, ¿qué estaba pasando? ¿Iba a resultar que todos los hombres que entraban allí tenían que dar su opinión acerca de Paula? ¿Qué le pasaba a sus ojos? Tenía dos, como todo el mundo, ¿y qué?
-Siempre le llevo a ella el correo, pero hoy la puerta de su despacho está cerrada. Creo que no hay nadie.
La expresión de Pedro pasó del disgusto a la incredulidad.
-Eso es ridículo -mientras lo decía, consultaba el reloj de pulsera -. Claro que está. Son más de las nueve y la señorita Chaves siempre está en su despacho a...
Agarró el pomo de la puerta de Paula para demostrar sus palabras, pero estaba cerrado con llave. Su mal humor empeoraba por momentos. Se cambió el montón de sobres de una mano a otra, sacó sus llaves y se metió en su despacho.
- Si está enferma y habla con ella, dígale que Juan le envía...
Pedro  cerró la puerta, entró en su despacho y cruzó hacia el de Paula, donde dejó la correspondencia. Su mesa estaba, como siempre, completamente ordenada. Incluso cuando estaba ella allí, trabajando, no se podía encontrar un clip fuera de su sitio. Y efectivamente, aquella mañana ella no había llegado a su hora. Su ordenador estaba apagado y no había en el aire el habitual aroma a café recién hecho.
Porque, fuera o no asistente personal, Paula no tenía reparos en hacer café cada mañana.
Pedro encendió las luces y fue a su despacho. Se quitó el abrigo y lo dejó en el respaldo de su sillón.

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