viernes, 15 de julio de 2016

Una Luz En Mi vida: Capítulo 8

— Bien. ¿Así que ya te vas a tu casa? Debes estar contenta.

No lo estaba. Durante las últimas semanas el hospital se había convertido en su hogar, con sus reglamentos y rutinas. Abandonarlo y salir a lo desconocido la atemorizaba. En el mundo exterior ya no estaría en el anonimato de ser tan sólo otro paciente; sería anormal, distinta, ajena a la multitud. No estaba contenta sino asustada. Pero intuyó que no debía compartir ese secreto con Facundo.

—Ahora que estás aquí, podemos irnos juntos a casa —dijo, con timidez.

—Me temo que no podrá ser. Apretando los puños sobre su falda, la joven sintió que sus dudas de las últimas semanas de pronto tomaban cuerpo. Dirigió sus hermosos y ciegos ojos hacia él sin poder ver que él eludía su mirada.

—Algo anda mal, ¿verdad, Facu? Es mejor que me lo digas.

 —Me han trasladado a la costa —contestó él—. Me iré la semana que viene. Es un ascenso importante para mí y no puedo rechazarlo. Tras el silencio de ella, Facundo continuó hablando.

— Bueno. ¿No vas a felicitarme? Ella se sintió como un animal en una trampa esperando e! tiro de gracia.

— Si es el cargo que quieres, entonces me alegro por tí —afirmó, fingiendo alegría.

— No lo haces nada fácil —comentó él, indignado—. No puedo casarme contigo, Pau. Tienes que comprender que eso es imposible ahora. Viajaré demasiado, tendré que agasajar a mucha gente y tú no te sentirás cómoda llevando ese tipo de vida.

—Hablas por tí, Facu, no por mí —subrayó ella, sintiendo que la ira corría por sus venas—. Lo que quieres decir es que no deseas una esposa ciega.

—No sería justo que me casara contigo, sería exigirte demasiado.

— ¡No seas tan presumido! —Gritó Paula, perdiendo el control—. Lo que quieres decir es que yo obstaculizaría tu camino. Sería una molestia para tí, un estorbo. Los ambiciosos y jóvenes ejecutivos se casan con mujeres sanas, no con mujeres como yo.

—Estás interpretando mal mi actitud...

—Es la única interpretación, ¿no es así? —Interrumpió ella, mientras con las manos se tocaba las sienes; sentía un fuerte dolor de cabeza—. Es mejor que te vayas, Facu. No llegaremos a nada así.

— Mira, Pau, lo siento...

— Por favor, Facundo, quiero que te vayas —reiteró la joven. Había perdido mucho peso desde el accidente, y no le resultó difícil quitarse el anillo de compromiso que él le había regalado.

—Guárdalo. Yo...

— No. Quiero que te quedes con él —afirmó Paula, sintiéndose en el límite de sus fuerzas—. Adiós, Facu.

Él tomó el anillo, murmuró algo que ella no entendió y abandonó la habitación. Hundida en la silla, se llevó a los labios las manos frías, tratando de contener los sollozos que, una vez desencadenados, no podría controlar. Se sintió traicionada.

Lentamente, Paula volvió a la realidad. La habitación estaba más fresca ahora y ella se sentía cansada. Se levantó y fue hasta la puerta; había memorizado la ubicación de cada mueble, escalera y puerta de la casa, lo que le permitía desplazarse con facilidad. Tras apagar las luces, ascendió los dieciocho peldaños de la escalera, pasó junto al reloj de pie que tan bien conocía y caminó diez pasos hacia su dormitorio. Comenzó a desvestirse, doblando con cuidado las prendas de modo que no tuviera dificultad en encontrarlas por la mañana. Su camisón estaba debajo de la almohada. Se lo puso y se acostó. Curiosamente, después de revivir esos últimos instantes con Facundo, no era el recuerdo de él lo que la conducía al sueño, sino el de su visitante cuya voz profunda colmaba su memoria, al igual que la firmeza de sus manos y su agresiva honestidad. Si se lo permitía, Pedro podría cambiar su vida, alterar la rutina plácida y segura y romper el caparazón protector que ella había construido con esmero sobre sus emociones y heridas del pasado. Se durmió pensando que, al día siguiente, le diría que no quería verle más.

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