domingo, 10 de julio de 2016

La Usurpadora: Capítulo 54

Priscilla durmió hasta tarde a la mañana siguiente. Paula abandonó la cama temprano y como su padre también dormía, cuando la criada anunció la llegada de Pedro no tuvo más remedio que recibirlo.

Pedro tampoco parecía estar muy contento de verla.

—¿Todavía están descansando Prisci y tu padre? —preguntó.

—Sí.

—Pero, ¿tú no tuviste la misma necesidad? —hubo burla en su voz.

—Yo… yo no podía dormir.

—¿No podías o no se te permitió?

—¿Qué quieres decir?

—¿Acaso no pasaste la noche con tu amante?

—Pasé parte de la noche con Eze, sí, pero no toda.

—Por lo menos le ahorraste a tu padre la humillación. No le resultó fácil explicar tu repentina ausencia y menos despreocuparse de lo que estabas haciendo.

—¿Lo que yo estaba haciendo…? —repitió Paula.

—Sí. ¿Acaso crees que lo tuvo muy tranquilo que pasaras la noche con tu amante?

—Eze no era mi amante…

—¿No? ¿Eso quiere decir que ahora sí lo es? —la tomó de los brazos y la sacudió—. ¿Es así, Paula?

—¿Y si así fuera? —estaba furiosa. Se sentía agotada por la noche de insomnio, llorando de dolor por la enfermedad de su hermana, y sufriendo por el amor que sentía por Pedro. Se sacudió de sus manos, tenía que defenderse del atractivo de su contacto—. ¿Qué tiene eso que ver contigo?

—Aparentemente no mucho. ¿A qué hora regresaste a casa? Y no preguntes qué tiene eso que ver conmigo, sólo quería saber a qué hora se acostó Prisci.

—Ya estaba en cama cuando llegué a las tres de la madrugada.

—¿Por qué él, Paula?

—¿Por qué él…? No es mi amante, Pedro—confesó—. Sólo lloré un rato sobre su hombro.

—¿Encontraste preferible el suyo al mío?

—Después de lo que te dije anoche, dudé que volvieras a hablarme. Pedro…

—No más recriminaciones, Paula.

—No iba a acusar sino a disculparme. Lo que te dije fue imperdonable. Amas a Prisci y yo… lamento no poder ser ella.

—Paula…

La puerta de la sala se abrió y Priscilla entró.

—Buenos días a todos —sonrió—. ¡Pedro! —se estiró y lo besó—. Pau—dijo con más suavidad y la besó en la mejilla—. ¿Estás bien? —le tomó las manos a Paula.

Los ojos se le llenaron de lágrimas a Paula por la preocupación de su hermana, preocupación por ella, cuando la que estaba peligrosamente enferma era Priscilla.

—E… estoy bien —respondió con dificultad—. Yo… oh, Dios —se derrumbó en brazos de Priscilla, sollozando—. Lo siento —se apartó segundos después, limpiándose las lágrimas—. Esto es lo último que necesitas.

—No me importa —le aseguró Priscilla—. Me doy cuenta que para tí fue un golpe.

—No tanto como debe haber sido para tí.

—Ya me acostumbré. Y con el tiempo, tú también.

—Jamás! —exclamó Paula.

—Odio interrumpir —dijo en voz baja Pedro—, pero mi madre nos está esperando, Prisci.

—Por supuesto.

—¿Vas… vas a salir? —preguntó Paula, aturdida.

—No quiero ser trivial, pero la vida tiene que seguir. Voy a almorzar con la madre de Pedro.

—Por supuesto… ¿nos veremos más tarde?

Sabía que Priscilla tenía razón, la vida tenía que continuar, pero para ella la vida estaba limitada… y no parecía justo. Debía haber algo que ella pudiera hacer. No iba a dejar que Priscilla muriera sin luchar.

Su padre aún dormía y no quiso molestarlo. Pero quería la dirección de Sergio Forrester, para hablar con él acerca de Priscilla y saber si en realidad no había nada que pudiera hacerse por ella. En ese momento hizo algo que jamás había hecho: buscó en la libreta de su padre la dirección de Forrester. Allí estaba el número telefónico, pero no la dirección, así que llano. Tal vez no lo encontraría, porque era domingo.

El teléfono sólo sonó dos veces antes que contestaran.

—Habla Forrester.

—Soy Paula Gonzalez, doctor Forrester.

—Ah, sí —su voz se suavizó un poco—. ¿Quiere verme?

—Sí —contestó aturdida—. ¿Cómo lo supo?

—Podría decir que fue telepatía —respondió divertido—. Pero mentiría si lo hiciera. Tu padre me telefoneó anoche, así que supe que tendría noticias tuyas hoy. Pasa a verme, querida, y hablaremos un poco de tu hermana.

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