domingo, 24 de julio de 2016

Una Luz En Mi Vida: Capítulo 39

-¿Por qué no lo llevaron al hospital?

-Está lleno. Y yo era capaz de hacer lo que fuera necesario.

—¿Cuándo se va?

— No lo sé, aún se está recuperando.

— Crees que exagero, ¿No es así, Pau? Pero si Pedro puede quitarme algo que es mío, lo hará. Y tú eres mía, Pau, no lo olvides.

— Facu, ya no estoy comprometida contigo...

Como si ella no hubiese hablado, él repitió:

— Eres mía.

— Estás sacando las cosas de quicio.

—No lo creo. No conoces a Pedro como yo. Voy a cortar, me esperan en el bar antes de cenar. No creo que vuelva a casa antes del fin de semana. Cuídate, cariño, y recuerda que te quiero.

— Adiós, Facu—colgó y durante unos minutos permaneció allí, sumida en sus pensamientos.

De acuerdo con Facundo, cualquier interés que Pedro pudiese demostrar sería motivado por el hecho de que ella le pertenecía. ¿Era eso cierto? ¿Por qué se había preocupado tanto por ella cuando estaba ciega, sacándola a pasear, hablando con ella acerca de su madre, insistiendo en llevarla al hospital, invitándola a Hardwoods? El resultado final había sido ponerla otra vez en el camino de Facundo, ¿y por qué quería él eso? Incapaz de responder a ninguna de sus propias preguntas, tomó un libro de la biblioteca, subió a su cuarto, y nuevamente fue un alivio cerrar la puerta y quedarse sola.  Cuando  bajó a desayunar a la mañana siguiente, la primera persona que vió al entrar al comedor fue a Pedro, sirviéndose una taza de café. Parecía más atractivo que de costumbre con pantalones grises y una camisa blanca, su rostro había recuperado el color y el sol orillaba sobre su espeso cabello rubio. Él recorrió con la mirada a la joven, que llevaba puesta una falda verde claro, combinada con una blusa fruncida, verde y blanca. Se había recogido el pelo en una coleta.

—Buenos días, Pau.

Ella sonrió con nerviosismo.

— Hola. ¿Te duele la pierna?

— Un poco —respondió él, con impaciencia.

— Y ¿qué tal estás?

— Como un animal enjaulado. Si no salgo hoy de esta casa, me volveré loco.

Con indiferencia premeditada, ella preguntó:

— Bueno, no hay razón para que no puedas salir.

— ¿Qué vas a hacer hoy?

Ella le dio la espalda y se sirvió un poco de tocino y huevos revueltos.

— No lo sé, es demasiado temprano todavía.

— ¿Por qué no nos llevamos la comida y vamos a pasar el día fuera, donde nos plazca?

—No creo que desees mi compañía.

— Estás muy equivocada. Pero merezco esa respuesta. Comencemos de nuevo. Pau, me gustaría que pasaras el día conmigo, ¿lo harás? Sólo había una posible respuesta.

—Me encantaría.

—Muy bien. Le diré a Rolando que nos prepare la comida. Te veré fuera dentro de media hora.

Ella asintió. Un día entero con Pedro era un regalo inesperado. Experimentó una enorme alegría. Sería un día perfecto, pensó esperanzada. Y así lo fue al principio. Pedro parecía muy tranquilo, y Paula no pudo evitar compararle con Facundo, que no sabía disfrutar de la paz y soledad de la vida al aire libre. Los paseos por el campo no le gustaban. Había estacionado el coche al borde del camino, llevando con ellos la cesta del picnic, mientras caminaban por el sendero que seguía la orilla de un río. Bajo los árboles, los helechos reposaban verdes y frescos, y también abundaban las fresas silvestres. Ella se detuvo para recoger algunas y sus labios y dedos quedaron de inmediato manchados de rojo. Juntando algunas en la palma de la mano, se dirigió hacia Pedro, que había tendido una manta en el suelo. Allí comieron lo que la cocinera les había preparado, y más tarde, él se tumbó en la hierba.

—¿No te importa si duermo un poco? —bostezó y cerró los ojos.

Sentada frente a él, con las piernas cruzadas, Paula le observó mientras dormía. Carácter fuerte y voluntad imperiosa fue lo que pudo notar en su rostro. Moviéndose con lentitud para no despertarle, cerró la tapa de la cesta y luego vagó entre los árboles hasta el arroyo, comenzando a seguir su curso montaña arriba. Sus orillas estaban cubiertas por violetas silvestres.

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