miércoles, 20 de julio de 2016

Una Luz En Mi Vida: Capítulo 23

—¿Cuáles son las posibilidades de esta operación? —preguntó la madre.

— No lo sé. Los médicos podrían incluso decidir no operar —contestó Paula, angustiada.

-Todo esto es ridículo —afirmó Alejandra, con ira—. Como dije una vez, este hombre parece estar dispuesto a alentarte en vano. Pero es evidente que ya no me escuchas.

—Tengo que intentarlo —dijo la joven con terquedad, temiendo que su madre tuviera razón—. ¿Te importaría decirle a Betty que me ayude a hacer el equipaje? —sabiendo que por lo menos había ganado una batalla pequeña, Paula subió por la escalera. Veinticuatro horas después, la enfermera le preguntaba alegremente.

— ¿Tiene todo lo que necesita, señorita Chaves?

— Por favor, llámame Paula—contestó, correspondiendo a la amabilidad con que la otra la había tratado.

— Y yo soy Andrea. Estaré las próximas dos semanas en este turno, de modo que estaremos juntas a menudo. De paso le diré que está bajo el cuidado del mejor médico que tiene este hospital. Si se puede hacer algo, el doctor MacAuley lo hará. Si necesita algo, toque el timbre. El horario de visitas termina a las nueve y vendré a esa hora a prepararla para la noche. Seguramente dormirá bien, ha tenido un día agotador.

 La jornada había sido agitada, desde la fría despedida de su madre y el cálido abrazo de Beatríz, hasta la confusión del aeropuerto de Toronto y los trámites de ingreso al hospital. Pero Pedro había permanecido a su lado, guiándola. La enfermera salió de la habitación y Paula la oyó hablar en el pasillo con Pedro. La chica se acomodó en la cama. Se había puesto el camisón más bonito que tenía. Oyó que él entraba en la habitación y sonrió.

—Hola. — Estás guapísima —afirmó él, con un tono extraño en la voz.

Paula se sonrojó y, preguntándose si él estaría observándola detenidamente, le sugirió apoyando una mano sobre la cama:

—Ven. Siéntate.

—Te he traído unas flores.

— ¿Qué flores son? —preguntó mientras recordaba que un año antes,  en un lejano hospital, Facundo le había regalado un ramo de claveles.

— Rosas rojas. Son por tu valor y por la promesa que te hice.

—Oh... —Paula no supo qué decir. Las rosas rojas eran símbolo de amor, y los dos lo sabían.

—Cuando todo esto haya terminado, Pau, irás a pasar un par de semanas en la casa de verano de mi padre, en las montañas Gatineau. Ya lo he arreglado. Después de la operación no podrás viajar enseguida. Eso te dará la oportunidad de recuperarte.

— Pareces estar muy seguro de que me operarán.

— Supongo que sí. Él permaneció en silencio y, tras unos instantes, ella preguntó, frunciendo el ceño:

— ¿Pasa algo malo, Pepe? Estás muy callado.

— Hay algo que debo decirte.

— ¿Qué es? —inquirió la chica, atemorizada.

— Salgo esta noche de viaje, Pau. Estaré fuera de aquí por lo menos una semana.

— ¿Eso quiere decir que no estarás aquí mientras el médico esté haciéndome las pruebas, y tal vez operándome? —preguntó, al saber que no contaría con su única fuente de seguridad.

—Lo lamento, Pau, mucho más de lo que puedo expresar...

— Yo contaba con que tú estarías aquí —dijo ella, ocultando su rostro entre las flores a la vez que confesaba—: Te necesito.

—Lo siento —murmuró él, cogiéndole las manos—. Déjame explicarte, Pau. Te dije que soy arqueólogo, ¿verdad? Pues bien, hay una excavación en el norte, donde se investiga la posibilidad de que los vikingos hubieran desembarcado allí. El hombre que debió concluir el trabajo sufrió un ataque cardíaco. Así que me llamaron ayer Por teléfono para que le sustituyera. Hay mucho trabajo y dinero en esa expedición y, créeme, es muy importante. Me necesitan por lo menos para organizar un poco las cosas. Ella escuchó, perpleja, la explicación, y luego preguntó:

— ¿Sabías esto desde ayer?

—Sí.

—¿Por qué no me lo dijiste? Pensé que estarías todo el tiempo aquí.

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